2. Sanación

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Orj siguió a Alix hasta la costa. El gaedo se movía a toda velocidad, con la mujer en brazos y sin rumbo aparente. De seguir así, ella moriría, con un poco de suerte, antes de que nadie se percatara de lo sucedido y la pesadilla habría terminado. Aún así, no era fácil ignorar la expresión atormentada en el rostro de su compañero.

—No puedes curarla, Alix. Nos quitaron los poderes de sanación cuando nos mandaron aquí abajo ¿recuerdas? —explicó al alcanzarlo y situarse junto a él—. Lo único que estás haciendo es alargar su agonía.

Alix gruñó entre dientes y siguió con el caótico vuelo bajo sobre una zona boscosa y despoblada.

—No seas cruel y déjala morir en paz —insistió.

—¡Cállate! —gritó Alix al volverse hacia él—. Lárgate si quieres, no me importa, pero cierra tu estúpida boca.

—No voy a dejarte solo, ya lo sabes —murmuró Orj, pero no supo si Alix llegó a oír sus palabras.

El gaedo el bosque a toda prisa, con la vista fija en el suelo. Parecía desorientado y desesperado. ¿Cómo iba a dejarlo solo de aquella manera? Alix nunca lo había abandonado a él, ni en sus peores momentos. Y no habían sido pocos. No, Orj no podía irse, al fin y al cabo eran mucho más que simples compañeros de destierro. Aunque aquello era una auténtica locura que acabaría por empeorar todavía más su ya de por sí precaria situación. Suspiró, resignado, y se puso delante de Alix para que se detuviera. La mujer, que agonizaba en los brazos de su amigo, había perdido el sentido y yacía flácida, pero aún se aferraba a la vida. Había que decir a favor de ella que era fuerte. Tal vez más de lo que cualquier humano debería ser.

—Explícame al menos qué estamos haciendo. Cuál es el plan.

—¿A ti qué te parece? —preguntó Alix con un grito que fue casi un gruñido—. Buscar un árbol deojo.

—¿Qué?

—Tú mismo lo has dicho, nosotros no podemos curarla —explicó, antes de retomar el vuelo, más lento y bajo ahora—. ¿Eso de allí abajo es uno?

Orj miró en la dirección en la que Alix había movido la cabeza para señalar hacia el bosque. A unos metros de distancia vio varios árboles de los que los humanos llamaban robles, y entre ellos, uno de los árboles sagrados de los ardian, un deojo.

—No puedes hacerlo —advirtió, pero Alix ya no estaba junto a él—. ¡Espera!

Alix había descendido y estaba ahora posando el cuerpo de la mujer bajo el árbol, apoyada con la espalda en el tronco. La determinación estaba grabada en el rostro del gaedo, que tenía la mirada llena de furia. Orj sabía que no había manera de que cambiara de idea.

—No puedes hacerlo —repitió con escasa convicción mientras se posaba en el suelo junto a Alix—. No podemos.

—¿Se te ocurre algo mejor?

«Sí, dejarla morir», pensó. Pero en lugar de dar voz a esas palabras negó con la cabeza antes de lanzar una última e inútil advertencia.

—Esto nos costará caro.

—Es ella o nosotros, Orj —dijo Alix, con la voz llena de ira, mientras se movía de un lado a otro en torno a la mujer y preparaba la invocación.

—Lo sé —admitió, aunque no comprendía por qué tenía que ser la hembra humana y no ellos quien saliera indemne de esa. Pero sabía que no había nada que pudiera hacer o decir para convencer a Alix—. ¿Estás seguro? —insistió una última vez.

Alix asintió y Orj se resignó. Con un audible bufido, se situó frente a Alix para dejar entre ellos a la mujer. Ambos se sentaron en el suelo y posaron la mano izquierda sobre el tronco del roble sagrado.

Ladrones de AlmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora