8. Fuego y hierro

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Lidia estaba paralizada. Sabía que tenía que aprovechar aquella oportunidad para escapar porque estaba más cerca de la puerta de lo que había estado desde que se había despertado y, además, había conseguido poner cierta distancia entre su guerrero y ella. Si corría podría tener cierta ventaja. Ella era pequeña y rápida, él era alto y fuerte, y por eso era posible que fuera más lento que ella. Con suerte, quizás, también más torpe.

Sí, debía correr y escapar. Pero no podía.

El cuerpo no le respondía. Las piernas no obedecían las órdenes de su cabeza. O quizás sí y ese era el problema, porque su cabeza no parecía capaz de hacer mucho más que repetir que nada de lo que veía podía ser cierto. Su guerrero no había podido curar la enorme herida que le había hecho en la garganta en solo un par de segundos. A nadie se le iluminaba el cuerpo como si se tratara de una bombilla. Eso no era posible.

Esto es un sueño. Tiene que ser un sueño.

Sabía que él le hablaba, pero ella no entendía más que algunas de las palabras que decía. Su guerrero parecía tranquilo y calmado, como si nada de aquello fuera extraño. Pero lo era.

Y ella tenía que escapar.

Por favor, no me falléis, piernas.

Y sus piernas no fallaron. Pero caminaron en la dirección exactamente contraria a la que ella había planeado cuando su guerrero se quitó la camiseta y descubrió un hermoso torso surcado por profundas cicatrices.

Cicatrices enormes y terribles. Y conocidas.

Dios mío, ¿qué le han hecho?

Algo se encogió en el interior de Lidia y si ella pensara que todavía tenía capacidad alguna de sentir, habría jurado que era su corazón. Pero ella ya no tenía corazón, se lo habían arrancado a base de golpes.

Y a él también.

De pronto, y sin saber cómo, se encontró acariciando la abultada suavidad de una enorme cicatriz, terriblemente ancha, que cruzaba el pecho de su guerrero. Sus dedos absorbieron el calor de la bronceada piel del hombre que tenía enfrente, sintió que él se tensaba e incluso oyó algo que le pareció un gemido o, quizás, un leve y profundo rugido. Pero él no se movió ni escapó de sus caricias. Y ella no podía prestar atención a nada más que a la cruel marca que acariciaba.

No pudo fijarse en las hermosas líneas de los tatuajes que parecían jugar conscientemente y enroscarse con las marcas, finas o gruesas, largas o cortas, que habían dejado los cortes que alguna vez habían le hecho en el cuerpo. Solo podía pensar en esa otra cicatriz, más grande, gruesa y terrible. Una marca que Lidia no tenía duda alguna de cómo había sido hecha.

Sin que pudiera evitarlo se le llenaron los ojos de lágrimas y viajó con la mente a un pasado que se había obligado a enterrar muy profundo en la memoria. Pero , por lo visto, no lo bastante hondo. No lo bastante lejos.

—¿Qué es lo que no entiendes, Lidia?—. Podía oír la voz de Pit con total claridad, igual que los gemidos que le salían de la garganta desde el momento en el que la había cogido del brazo y la había lanzado con fuerza contra el suelo.

—Lo siento, Pit, no volveré a hacerlo. Te lo juro —había suplicado entre sollozos, pero eso solo había encendido aún más la rabia de Pit.

—¿Me lo juras, Lidia? ¿Me lo juras? —había repetido Pit con la voz llena de ira mientras la golpeaba una y otra vez. —Eso fue lo que dijo la puta de tu madre antes de traicionarme y abandonarnos a ambos.

—Pit, yo...

—¡Cállate, Lidia!

Una patada en el costado acompañó a la orden y la obligó a obedecer.

—¿Qué hacías hablando con ese muerto de hambre?

Lidia no había sabido qué responder a la pregunta de Pit. ¿Cómo decirle que solo deseaba un amigo? ¿Alguien de su edad con quien jugar? Él nunca la entendería. Ni la creería. Pit siempre pensaba que ella lo traicionaría y usaba cualquier excusa para reafirmar sus sospechas y teorías. «Eres como la zorra de tu madre», le gritaba una y otra vez cuando se enfadaba.

—¡Respóndeme cuando te pregunto! —había gritado furioso y un nuevo golpe en las costillas había obligado a Lidia a encogerse aún más sobre sí misma.

—Ese es el problema contigo, Lidia. No reconoces la autoridad, ni la respetas.

La voz de Pit había sonado repentinamente tranquila. Demasiado. Y Lidia había temido lo peor, y aún así su mente no había sido capaz de prever lo que vendría.

—Pero arreglaremos eso, niña —dijo Pit, mientras un sonido lejano inundaba la habitación—. Aprenderás a obedecerme y jamás volverás a olvidar quién es tu padre, Lidia.

Lidia no lo había oído acercarse y poco o nada pudo hacer para defenderse de la patada en el estómago que la puso boca arriba. Menos aún para evitar que él le levantara la camiseta y presionara con fuerza algo contra la piel desnuda. El dolor penetrante que de inmediato sintió en la piel se extendió con rapidez por todo el cuerpo, que reaccionó con espasmos y temblores. Pero Pit la sujetó con fuerza, le apoyó una rodilla sobre las piernas y otra en los brazos y la mantuvo tendida en el suelo.

—Soy tu padre, Lidia, y tú tienes que obedecerme. Eso es lo que hacen las buenas hijas, ¿entiendes?

La voz de Pit llegaba a ella desde lejos, a pesar de que sentía su aliento junto al rostro. Lidia pensó que perdería el sentido por el dolor y el asqueroso olor que de pronto le inundó las fosas nasales bien podría haberla ayudado. Pero todo terminó antes de que tuviera ocasión de desmayarse.

—Así siempre sabrás cuál es tu sitio y a quién perteneces —Pit le golpeó estómago junto a la zona que aún le ardía con furia. Lidia jamás había sentido un dolor como aquel, y había sentido suficiente dolor en su vida como para creer que ya los conocía todos. Pero se había equivocado. Pit siempre podía mostrarle una nueva forma de sufrir—. Lo sabrás tú y cualquier muerto de hambre que sueñe con follarte.

El eco de la risa de Pit en sus recuerdos la estremeció y la devolvió al momento presente. La marca a fuego en el pecho de su guerrero bajo los dedos de la mano mientras con la otra se sostenía el vientre sobre la tela de la camiseta que cubría su propia marca casi idéntica.

No, idéntica no. Al menos él no lleva grabadas en la carne las iniciales de nadie.

Lo precario de su situación la golpeó. Quien fuera que había marcado a su guerrero no tendría reparo alguno en hacerle lo mismo a ella. Y se había jurado que nadie, nunca, volvería a marcarla. Ella no tenía dueño. Un padre no debería de ser el dueño de nadie, aunque su piel marcada a hierro y fuego gritara lo contrario.

Tengo que escapar.

El cuerpo de Lidia tomó la iniciativa y con la rodilla golpeó con fuerza la entrepierna de su guerrero, lo que le arrancó un ronco un grito de dolor y lo obligó a inclinarse. Todo sucedió tan rápido que Lidia tardó unos segundos en reaccionar y darse cuenta de lo que había hecho.

—Lo siento —murmuró a la vez que echaba a correr hacia la puerta y su guerrero fijaba en ella los ojos de plata líquida, llenos de una confusión que la abrumó—. Lo siento mucho...

Ladrones de AlmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora