VI

19 0 0
                                    

En su trono está Zeus mirando desde lejos a su hijo; vigilaba cada movimiento de Heracles reencarnado. Recuerda todos los mensajes que le mandaba a hijo cuando era pequeño. Siempre estuvo ahí con él, pero no se acercaba para nada por la profecía que envolvía a Heracles, junto a él estaba su esposa Hera que frunce la boca con asco al verlo.

—Vaya tu hijo reencarno en alguien muy simple.

—Lo sé, mi amor —habla Zeus pausadamente—. Es el hijo de mi amor, Alacmena. Jamás me había enamorado así.

—Sé qué piensas —Hera lo mira con enojo, se puso el cabello detrás de la oreja—. Tú amante fue la preferida.

—Sí, amor, pero tú eres la principal. —dice Zeus con ironía, le toma de la mano para acariciarla con su dedo pulgar, y piensa—: Y Heracles es mi hijo preferido, querida.

Hera quita su mano con brusquedad. Ella sabe que Alacmena era la favorita de su infiel esposo, de ese amor desenfrenado nació Heracles, quién detestaba con todas sus fuerzas. Es por eso conspiró para que Heracles muriera en su vida pasada. Ahora tiene que matarlo de nuevo para terminar esa locura, pero también esclavizar a todos y liberar el mundo de esos mortales inmundos que solo estorban.

—¿Qué piensas Hera? —pregunta Zeus al mirarla tan pensativa.

—Nada, Zeus —se levanta de su trono—. Iré a caminar.

Se queda solo. Vuelve a mirar la gran esfera de cristal a su hijo. No evita sonreír, es tiempo de una visita de padre e hijo. Levanta la mano, como diciendo: No puedo interferir, pero puedo dar algunas pistas...

.

.

.

.

Chris camina por la vereda junto a Dafne; ambos seguían con su viaje. Está por caer la noche, así que decidieron acampar para poder cenar algo. Él se siente cansado por el duro entrenamiento que tuvo. Después, de la visita de sus hermanastros, se decide a entrenar más duro para así demostrar que, aunque ya no es él, puede ser de nuevo como antes.

—Iré a buscar algo de comer, no hagas nada estúpido mientras no estoy, ¿de acuerdo? —gruñe Dafne.

—Sí, aunque puedo acompañarte —dice Chris, levantándose del piso para ayudarla a buscar comida, al cabo no es un inútil.

—No, yo puedo sola —afirma Dafne—. Además, tienes que curarte las heridas —le lanza un morral con pomadas de hierbas—. Úntate un poco en los moretes, así se te quitará lo hinchado.

Comienza a caminar para perderse de su vista. Pegaso se acerca a él para lamerle la cara, él se sobresalta porque no se había dado cuenta, así que lo acaricia de la crin con una mano, mientras hurgaba el morral, este encuentra cuencos que estaban amarrados con mimbre para que no se saliera la pomada. Las abre, pero antes de aplicarla, las mira con cara de asombro, tienen una apariencia como las cremas procesadas como en la época actual, después las huele porque no se va untar algo que apeste, pero volvió a lanzar un suspiro de alivio porque el olor es agradable, así que se empieza a untar.

—¡Ouch! —Siente dolor, ya que le arde como si tuviera mertiolate. Luego mira a Pegaso que lo mira con sus ojos profundos—. Pegaso, siento como si la conociera —le dice poniendo su mano en su hocico, luego pone su cabeza junto a la suya—. No recuerdo nada...

—Es porque naciste sin cerebro —se oye una voz detrás de él. Dafne ha vuelto con varias manzanas y alguna que otra hierba.

Chris bufa.

No entiendo porque es tan grosera conmigo...

—¿Qué? ¿La verdad duele? —dice llegando a su lado—. Ni creas, las manzanas son para Pegaso, para ti hay hierbas —Le da unas hierbas verdes, pero luego le da una manzana—. Está bien, para que veas que no soy mala, te daré una manzana y un pedazo de carne de conejo porque los humanos necesitan la proteína para sobrevivir.

La conspiración del Olimpo©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora