-04 General Hamada-

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En la mañana siguiente, Miguel había mandado a sus ayudantes sobrevivientes a la hacienda que se ubicaba en Jalisco. Llevándose a su esperanza viva con aquél inocente llevado apenas unas horas de nacido, le dolía dejarle solo ahora que no tenía a nadie más que a él. Sin embargo, no deseaba que algo más le sucediera y perdiera a este pequeño de su muestra de su corazón.

La Nana se acercó al joven para que se despidiera del pequeño. El hijo de la Muerte solo sonrió levemente y le dió un pequeño beso en su frente, cómo respuesta solo hizo un pequeño movimiento por el tacto de su padre joven. Buscó en sus bolsillos y saco un pequeño relicario que le solía pertenecer a su fallecida madre Luisa y que siempre lo mantenía con él como una manera de protección.

Se lo colocó al pequeño Enrique y lo volvió a cubrir con las sábanas que venía envuelto. La mujer que lo cargaba le hizo una señal con su cabeza de que todo estaría bien. Dió media vuelta y subió a la carreta para comenzar su amplio camino. Leo se acercó a su compañero para colocar su mano en su hombro, quién no tardó verle con algo de tristeza. Era su única opción para proteger a ese inocente, pero, la batalla debía de continuar para buscar un nuevo país para que pudiera vivir feliz.

-Los caballos ya están listos, patroncito. - dijo un hombre quién no tardó en acercarse con delicadeza a ambos jóvenes. Miguel solo asintío y volvió a ver por última vez aquella caravana. Así que sin más, fue por sus cosas para partir al punto dónde habían ido el ejército de Huerta a unas horas del pueblo.

Está vez, quería pensar con la cabeza fría para poder darles su merecido. Deseaba informarme bien de quién los comandaba, cuáles eran sus puntos débiles, si eran muchos o pocos. Aunque su sed de venganza le pedía a gritos ir inmediatamente a matarlos, no debía dejarse llevar por las emociones y que este lo lleve a un gran peligro de no salir ileso.

-Ya terminamos de enterrar a todos los caídos. Incluyendo a tu Chelita.- hablo el ojo afelinados, quien se limpiaba su rostro con un paleacate de color rojo.- Doña Flor ya se enteró de que falleció pero, de que tuvieron un chamaco...me las guarde.

-No te preocupes, hiciste bien en no decirle. Prefiero que solo se quede hasta allí la cosa...

- Solo eso sí...- interrumpió Marco.- Quiere que vayas con ella antes de que nos vayamos para allá. La mera verdad, si está bien agüitada. Al menos dale sus condolencias.

-Gracias Marco. Esperen en la entrada del pueblo, no tardaré.- el moreno solo suspiro y fue hasta donde era la casa de la joven. Sus pasos parecían clavarse con el sueño dándole un pesado caminar. Su corazón latía descontrolado, pues aún no tenía las palabras adecuadas para decirle a una madre desconsolada que había perdido a su única familia.

Mientras más se adentraba por las calles, todas las personas lo miraban con extrañeza por la dirección que estaba tomando, pues nunca era dado de ir personalmente a dar las condolencias a una persona específica que hayan perdido en la guerra. El Ribera notó los murmullos de la gente y adelanto su paso sin decir ninguna palabra. Los gallos cantaban pues ya el Sol había hecho buena iluminación para que todos siguieran con sus tareas, sin embargo, en aquella casa de la joven morena estaba su madre sacando unas pequeñas macetas para colocarlas en la puerta principal. Junto aquellas flores colocó una foto de su hija, sus lágrimas eran silenciosas pero demasiado dolorosas. En sus manos llevaba un pequeño rosario de madera, cuál no dejaba de sostener con fuerza pues era su único hombro donde podía dejar su gran pesar para sus siguientes días sin ella.

Pero, el sonido de las filosas espuelas del Rivera hizo que la mujer se girará inmediatamente dónde estaba el responsable de aquél sonido. Miguel se quitó su sombrero y agachó su mirada ante la mujer, pero ella solo se quedaba en silencio mientras se limpiaba sus lágrimas.

Corazón Libre (Higuel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora