Prólogo

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Prólogo


Ella corrió, corrió todo lo que pudo con sus piernas temblorosas. Las piedras perforaron sus pies desnudos, y la tierra se metía entre sus dedos, pero apretó sus labios juntos para evitar sollozar.

Ardía, como el mismísimo infierno, dolía.

Las ramas de los árboles rompían pedazos de su kimono, golpeaban su cuerpo y su cara, y ella sabía que debía detenerse, porque estaba dejando rastros en su camino, pero no podía.

Aunque se cayera, tropezara, y se embarrara contra la tierra, esta era la única oportunidad que había visto en cinco años. Y había un grito de pura desesperación atrapado en su pecho, atrapado porque estaba entre soltar ese grito o respirar para poder continuar.

Y necesitaba seguir.

Porque de lo contrario, de lo que pasaría si...

El terror había tragado su corazón y el sudor frío bajaba por su espalda.

Soltó una respiración profunda, acompañado de un quejido, cuando su pie derecho piso una piedra grande y filosa, el dolor se disparó profundo por toda su pierna, y perdió el equilibrio. Solo le dio tiempo de cubrir su cara con la manga rota y su estómago con un brazo antes que su cuerpo cayera.

En el momento que toco la tierra, supo que no podría volver a ponerse de pie por si misma.

Pasaron segundos y ella solo podía escuchar su respiración trabajosa, y las cigarras. Podía sentir su corazón golpeando fuerte contra su pecho y las lágrimas calientes bajar por sus mejillas.

Viendo hacia arriba, hacia la copa de los árboles, el cielo nocturno, con una luna creciente, miraban su desdicha.

Más lágrimas cayeron por su mejilla, su brazo derecho rodeo su estómago más fuerte y el grito que había querido expulsar minutos antes, en su pecho se desvaneció. La tierra bajo de ella tembló y empezó ver luz dorada venir en todas direcciones, las estrellas ya no se veían tan claras.

Las cigarras se silenciaron.

Dios, eres mi escudo y mi protector.

Voces masculinas, en un idioma que ella, después de cinco años, no entendía del todo, gritando, alertando sobre su ubicación.

Como pudo, apoyando su brazo izquierdo tras de ella, se irguió. Porque aunque el miedo de lo que le sucedería estaba atiborrado en su cuerpo, haciéndola temblar, ella no demostraría miedo.

Ese hombre le había enseñado en cinco años lo que podía hacer el miedo y nunca era algo bueno. Escucho los galopes furiosos de los caballos, y de pronto ella no estaba sola, y sombras negras con luz dorada era todo lo que estaba a su alrededor.

Los sonidos de sorpresa y exclamación la rodearon, y ella, con inquietud, fue consciente de su estado. Su cabello rubio caía en cascada en su espalda, pocos mechones pegados a su frente por el sudor, porque sus kanzashi hace mucho tiempo se habían soltado; su kimono roto, hecho jirones en las mangas y hombros, y su falda, abierto y mostrando su nagajuban y parte de su pierna rasguñada y sucia.

El velo también se había caído y su rostro estaba al descubierto.

Su labio inferior tembló al ver la cara de los hombres, unos eran más claros que otros por las linternas, pero cada uno mostraba diferentes grados de desagrado, sorpresa y recelo. Trago seco, porque su boca hacía mucho tiempo líquido no había probado y su respiración trastabilló tras ver como el círculo de samuráis se abría y un corcel, relinchando, daba pasos lentos al frente.

El secreto de la Corte ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora