Aquella mañana me había posado en la rama de un raquítico y agostado árbol. Estaba casi segura de que éste no se encontraba en ese aspecto antes de que me instalara en él. Lo más seguro era que yo le había extraído todo su vigor en el instante que me acerqué, era algo usual que sucedía. Una vez, la cual recuerdo muy bien, volaba por no sé dónde, cuándo divisé una caravana a lo lejos, decidí seguirla ya que me parecía bastante interesante. Volé por unas horas junto ella, hasta que escucho una fuerte explosión de la cual salieron bastantes personas heridas. Entre ellas según parecía había una importante y con poder, se llamaba algo así como el archiduque austrohúngaro. ¿Cómo lo sé? Porque después de su muerte se causó una terrible guerra difícil de olvidar. Fue ahí cuando descubrí que tal vez tenía relación con el incidente, debido a que antes del ataque de la bomba, me posé en su hombro para ver el carruaje más de cerca. Sabía que la catástrofe era mi culpa, pero no lo quería aceptar, trataba de reconciliarme pensando que tan solo estaba en el lugar inapropiado, en un momento inadecuado, sin embargo, el fondo de mi ser comprendía que era mi responsabilidad. Me voy a explicar mejor. Yo soy un ave muy particular, porque por donde sea que vaya arrastro las miserias detrás de mí. Así es como funciona, si roso a alguien, toco un objeto o si incluso observo una escena, todo sufrirá las consecuencias de mi presencia, que siempre es una calamidad. Los humanos creaban guerras, armas nucleares, se transformaban en dictadores, no respetaban sus derechos con violencias y estafas, cada penuria seguida de la otra y yo lamentablemente tenía que observar todo eso obligada.
No tengo idea de por qué sigo viva, creo que nací junto con la raza humana y no he muerto desde entonces. A ratos deseo desaparecer de la fase de la Tierra, irme lejos y fallecer tranquila por una vez. Dejar a los otros ser felices, aunque eso signifique que no vuelva a vivir. Tampoco sé cómo empezó mi existencia, no tengo padres y nunca he visto a un pájaro parecido a mí. Mas sé cuál es mi apariencia, si eso sirve de algo. La descubrí un día al entrar a una casa en Frencia o Francia, no estoy segura. Recordar nombres no es mi especialidad. Viajo por variedad de lugares, conozco al mundo como la palma de mi mano (Diciendo una expresión humana, mas creo que mencionar que conozco al mundo como las plumas de mi ala es un término que se adecua más a mí) el punto es que los nombres extravagantes que inventan las mujeres y hombres para los rincones del mundo no los logro retener en mi diminuta cabeza. En casa de la que hablaba encontré un hermoso artefacto que reflejaba todo lo existente en la habitación. Me aproximé situándome justo delante del misterioso objeto, veo a través de él con asombro a una magnífica criatura, la cual supe al instante que era yo. Tenía una cabeza color trufa con ojos pequeños como dos zafiros. De la punta de mi cabeza hasta la larga cola, el color trufa se iba degradando a un tono granate. Me veía dotado de unas fuertes y poderosas alas con los extremos de mis plumas color azabache, también poseía un pico curvo, elegante y voraz, sin embargo, una sola pluma arruinaba mi asombrosa apariencia, ésta era blanca ubicada en mi ala derecha. No pude seguir admirándome porque en ese instante irrumpe en el cuarto una señora regordeta y por el susto de su repentina entrada rompo el espejo. Desde ese momento queda la superstición de que romper un espejo es de mala suerte, no me imagino qué desdicha le habrá sucedido a la pobre mujer por mi capricho. Cada vez que quiero recordar quién soy, me pongo detrás de alguien que esté ocupando uno de esos hermosos artefactos y me observo sagazmente antes de que se escuche la destrucción del espejo, y la persona se aterrorice por la mala suerte que le avecina. Nadie parece verme, es algo extraño y solitario. Ningún animal se percata de mi existencia, en lo único que parecen reparar son las catástrofes que causo, y sin saber quién es el culpable se lo atribuyen a cosas de la vida.
Esa mañana estaba fresca con una brisa gélida. En la calle habían plantado árboles en hileras a ambos lados de la vereda. En el que yo estaba reposando era el único seco y hueco. Señores y señoras caminaban apresuradamente, como si sus vidas dependieran de ello. Como ya he mencionada no soy buena aprendiendo nombres de lugares y menos de calles, pero advertía que era un barrio de alta sociedad. Las casas eran enormes, con hermosos jardines floreados y bien cuidados, sería una lástima que me posara en ellos. Todos los recintos estaban adornados con la última moda. Atrás de la ventana de una casa ubicada en frente mío había una niñita aparentemente mirándome.
Aquello no podía ser cierto, ni menos posible. ¡Yo era invisible! La niñita continuaba observándome como si estuviera curioseando mi pelaje. Los músculos de mi cuello se tensaron y procuraba no moverme. Ella me tenía incómoda y yo trataba de evitar el contacto visual. Después de un rato se movió de la ventana dejándome sola de nuevo en el mundo, como debía ser. Pasaron tan solo unos minutos y con horror escucho la puerta de su casa abrirse. La niña sale de ella y cruza la calle que nos separaba para ir a mi encuentro. Al llegar al árbol se paró tímidamente de puntitas ofreciéndome unas migajas de pan. ¿Les confieso algo? Tenía miedo. Nunca antes había interactuado con alguien y al ver la cara suplicante de ella que insistía en que comiera enterneció mi alma. Volé delicadamente, aterrizando ligera en sus hombros. Ella ríe dulcemente, así como el canto de un gorrión. Acepté humilde la comida y juntas cruzamos la calle devuelta a su casa. Ella me cuidó, limpió, alimentó y sus padres no le dijeron nada porque no sabían que yo estaba presente. Me puso un nombre agradable al cual me acostumbré. Me domesticaba cada día más, sinceramente no podría decirles cuánto tiempo pasó, eso no está al alcance de los pájaros y conociendo mi memoria no sería buena recordando. Pero había una cosa fundamental que no se me podía olvidar y sin embargo lo hizo. Si quería mantener la seguridad de esa familia, era imperativo que me fuera, porque yo era las desgracias, pero me vi cegada por la felicidad. La cuestión es que un día la niña cayo enferma. El problema era que estaba grave, los doctores salían y entraban de su habitación y no creían que pudieran salvarla, todo el perfecto y alegre ambiente del pasado se alteró. Ahí estaba, el dolor que había tardado mucho en llegar. Esa noche entré a su pieza mientras ésta estaba dormida, me aproximé a su cama todavía volando y ella abrió sus ojos advirtiendo mi compañía. La niñita se sentó en la cama y extendió los brazos para abrazarme, pero me alejé ágilmente, no quería causarle más daño del que había hecho. Y si los pájaros lloran, fue ese momento, agitando mis alas arriba de su cabecita cuando derrame lagrimas color plata. Mi pluma blanca que en tiempos había despreciado por arruinar mi belleza, se desprendió, meciéndose en el aire hasta tocar a la niña, luego lo que sucedió fue mágico, instintivamente supe que podía acariciarla sin peligro, me apoyé en su regazo disfrutando de su contacto.
Al amanecer escuche las voces ajetreadas de los doctores que discutían acalorados. Los padres de la niña sonaban felices, excitados, traté de asomarme y oír lo que decían. Mi corazón fue dando latidos más rápidos a medida que pronunciaban cada palabra.
-Es algo muy curioso, nunca atendí un caso más extraño- decía uno.
-Se mejoro en una noche de su enfermedad. Repentino como la contrajo e igual de repentino como se le quitó- continuaba otro.
Presté atención a los besos que le daban sus padres, a su enorme sonrisa y lozano aspecto. Me retiré discretamente para no molestar más a esa familia y guardé en mi corazón todo lo que ella me dio. Comprendí que esa pluma blanca que obsequié era la esperanza de los humanos que tanto se reuzaban a abandonar.