6. "Menos verde olivo."

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Cayendo al vacío con destino a mi cuerpo, era consiente de estar soñando. Sentía cómo me despeinaba el viento que contorneaba todo mi cuerpo mientras iba en caída libre directo a la nada. Poco tiempo bastó para comenzar a notar la presencia de colores, colores que desaparecían fugazmente formando líneas como las propias estrellas en el cielo hasta que llegué a atravesar un portal que parecía el último rayo de luz al final del túnel.

Mi despertar fue tan profundo como una ola, y tan raro como la propia mar. Me encontraba recostado en un ataúd que estaba dentro de un avión muy bien preparado como para la despedida de algún buen militar. Estaba descansando como nunca antes, escuchando el viento y tomando nota de su inmersa melodía. Al salir me destapé de la majestuosa colcha que rodeaba todo mi puzzle mental, era bordada, y esas parecían las desteñidas estrellas de mi sueño.

- ¡FIRMES! - era lo único que escuchaba por todo lo alto, y para ver tantos convoys de paso, y helicópteros verde olivo a punto de despegar, no dudé estar metido nuevamente en el lugar equivocado para pasar desapercibido. Asomé el rostro en busca de respuestas y conseguí la mirada de un sargento o comandante, señor alto y tan fuerte que el uniforme me hacía ver la vida de otro modo.

- ¡CABO, PRESÉNTESE!

¿Cabo? Lo dudé por un segundo, a penas acabo de despertar, pero sí, estaba pelón y traía su verde en mis trapos. Por si fuera poco, venía armado de una pistola dotada con habilidades que no recuerdo tener a costa y una tonfa milenaria muy bien preparada para romper costillas.

- ¡Cabo 137 a su servicio sargento!

- ¡Prepárese! Diríjase al comedor, partimos esta noche a las 21:00.

Pues no, ni en toda mi preparación escolar me habían enseñado el reloj militar, lo más chistoso es que sabía que era a las 9:00 p.m., aunque no le di mucha importancia. Probablemente terminé olvidándolo porque recuerdo haber ido directo a la salida, el posta me dirigió una mirada confusa. Sonreía como si de algún lugar me conociese y allí recordé el roce de piel con piel en alguna cabina de mando mientras nos violábamos más que el juramento y el reglamento a hurtadillas. No me pregunto qué hice porque sabía bien que me daba igual, le sonreí con picardía dedicándole un guiño y seguí de largo, el comedor me esperaba con puertas abiertas.

Pero vaya lugar para tomar una merienda, todos iban con gorras en busca de una mesa con su bandeja en mano y uniforme verde olivo haciendo fila por no más que un pan y un almuerzo lleno de proteínas caducadas. Había una media fila delante de mí, así que me fui a dar una vuelta cerca de la salida donde parquean los llamados "postas". Allí estaba él, no era nada de otro mundo, aunque sí que era atractivo y el uniforme me hacía sentir calor. Entré a la garita y me retiré la camisa dejándola colgada de un estante donde guardaban llaves.

- Viniste. Ayer sólo diste la espalda.

Era cierto, y llegó muy rápido a mi cabeza. Los hechos ocurrieron en un almacén mientras me vestía e iba de salida dejándole tirado en una cama poco más que personal tapado con unas sábanas de nailon blanco. Me disculpé y no esperó un segundo para darme un beso mientras se quitaba la ropa. Yo le ayudé con la camiseta negra que traía bajo el traje de camuflaje oscuro. Luego me recosté al mostrador deslizando el pantalón por las piernas dejando vía libre a mi propia intimidad. Él solo se dedicó a apretujar mi muslo mientras usaba la boca para algo más que simplemente hablar. Hacía movimientos bruscos que retocaba con mi brazo en su cabello, parecía enfadado.

- Eso fue todo.

Fue lo único que escuché decir luego de levantarse sin razón aparente y secar su labio que rebosaba en saliva dejándome más caliente que un hotdog. Entonces me vestí lo poco y decidí salir, al abrir la puerta no me quedó más que el cañón de un rifle apuntando a mi limpia frente, donde no quedaban rastros de inocencia, al ver sonreír por detrás sin girar la cabeza al pícaro que se la tragaba minutos antes. Era el brazo extendido del coronel con su pistola matatraiciones quienes acosaban mi ceño en ese instante, cerré los ojos y fue lo último que vi jamás. No hubo recuento de nada, de ninguna vida y tampoco cielo o infierno al cual asistir para vivir la buena muerte o pagar por el pecado de tener una buena vida, al menos, ya había probado mi propio ataúd dos horas antes.

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