4. "Little thing."

9 2 0
                                    

¡Terror! Que miedo abrir los ojos y encontrar a aquella abeja cuatro pisos sobrevolándome la coronilla como si yo fuera una flor. ¡Sale bicho! ¡Vete ya! Tu zumbido no me gusta para nada; y vaya, increíblemente solo se fue como si hubiese entendido cada decibel ejercido. Al irse tropezando con las hojas de una planta de tomates, porque obviamente no sabía volar, desprendió uno muy verde que me alzó por los aires como catapulta. Aclaro que amo los tomates, pero volé a gritos por sobre la hierba culpándole mientas aireaba los brazos con cara de muerte, hasta caer sobre algo blandito. Aquello desprendió un aliento a hojas recién cortadas y un fuerte chillido de desespero por todo lo alto que me pareció irritante. No fue hasta luego de abrir los ojos que noté la presencia de una tremenda oruga gigante sobre la cual iba cabalgando a toda velocidad por medio de un estrecho trillo. Su piel era áspera, guácala, y de su interior salían largos cabellos de un color muy claro así como el rubio atardecer; entre tanto mareo y el tremendo jaleo que tenía creado, me mareé y caí al suelo para casi inmediatamente vomitar al pie de una planta agarrándome de esta.

Pero la cosa no acaba ahí, por detrás pasó la línea de un hormiguero cargando trozos de todo un poco, e incluso entre dos a una de ellas. Las otras iban con casco repartiendo golpes a quien no trabajara. Y tremendo palazo, casi no me dolió. Por si fuera poco, este caramelo verdoso que jamás había visto, casi me parte las costillas de lo tanto que pesó para mis piernas. Todo era muy dirigido por aquellas cabezonas maltratadoras. Y yo solo pensaba en el momento de la llegada, aunque todas se veían muy fuertes y saludables como yo, para mí era demasiado grande. Lancé el caramelo al aire tomando impulso desde el suelo y acudió un tomeguín de triple tamaño al rescate; dos segundos más y no hubiese saltado a tiempo para agarrarme de sus adorables patitas. Juntos, y muy felices por cierto, sobrevolamos tremendo campo; yo que necesitaba papas y a mis pies las encontré sembradas dadas al brote. Por el gusto me dejé caer, allí iba, en el aire de nuevo, pero esta vez sobre la superficie más plana que haya visto jamás. Atravesé el techo del pequeño gallinero como si fuera de mantequilla (que tampoco tengo), y aterricé sobre un huevazo descascarando su contenido. Me llené de clara viscosa y yemita amarilla, pero no es el colmo, doña gallina se acomodó de patas a darme de picotazos a esa hora. Y no la culpo, un huevo de más siempre viene bien en el desayuno, pero... ¿por qué no pudo confundirme con un polluelo como en las películas animadas?

Correr, no más que eso, no paré hasta que un zorro se la llevara del pescuezo y quedara yo de estampa contra una de las papas. Que papas tan grandes eran esas, con una me calculaba para unas semanas en casa, pero no traía bolsas encima. Rodeándola noté, un poco más adelante, a un grupo de gusanos emprendedores que estaban en medio de un buffet llamado "La papa podrida", aunque ya era demasiado obvio. Y sí, muy asqueroso, pero sin más remedio se escondieron bajo tierra al notar mi presencia, so aburridos. Al voltear me encontré con un escarabajo que rodaba una bola fabricada con algún apestoso material usando sus... ¿manos? ¡Lo importante ocurrió después!, justo cuando una señora tarántula, para mí transparente, lo acorraló y le tiró al suelo destripando su interior. No hice más que mirar, no hice más que correr, y, por supuesto, no hice más que gritar como bombero que le teme al fuego en medio de una llamarada. Aquella bestia comenzó a caerme por detrás cuando justo tropecé, y al punto de una mortal colmillada, murió aplastada por una pierna gigante que los dioses me enviaron como remesa. Aproveché y seguí corriendo con el impulso de las piernas calientes y logré salir del campo. Llegando a la calle tenía enfrente un hermoso cañaveral que, custodiado por el tráfico, me parecía una autopista de despegue, porque llegar al otro lado se iba tornando imposible.

Puse un pie en el frío asfalto de la calle y ese fue mi error. Pasó un ciclista por sobre este con su fina rueda de bicicleta moderna dejándome a brincos en medio de la calle. Esquivando dos muertes posibles tardé en notarlo, quizás más de lo que debía, pero se acercaba un auto y no cualquiera, era una camioneta pesada que terminó desguasándome contra todo lo que se llama carretera. Pero aún así, al despertar solo me preocupaba el hecho de no haber llevado una bolsita, porque siempre llevo alguna encima.

AtrapasueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora