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Respiró profundo y cerró sus ojos, le ardían.
Y, otra vez, esa horrible sensación de tener gusanos en oído le atacó la poca paz para volver a dormir.
Se mordió los labios para no gritar, salió del pabellón y de su cuarto para estar en el camino.
No lo aguantaba.
Respiró más profundo, le dolía.
Se sentó en una piedra a la orilla, agarró su cabello y lo jaló en un intento por no cometer una locura.
Se estaba volviendo loco.
Loco de desesperación, rabia, frustración, miedo y tristeza.
Ha ido a tantos médicos y ninguno le daba una cura a su mal.
Tiene que resignarse, no hay nada más por hacer. Y le duele.
No quiere, no quiere vivir estando enfermo, tener dolores a cierto tiempo y comprar grandes bolsas de medicina que al final terminarán por darle una severa gastritis.
Ya no quiere pastillas, ni inyecciones o goteros, nada lo sana.
Hay veces en que quiere apuñalar sus oídos hasta dejar de sentir.
Pero no lo hace porque tampoco quiere morir, le tiene miedo a lo que hay después.
Llora, sabe que debe sacar aunque sea un poquito de esos sentimientos que le carcomen el alma, aunque eso lo afecte más físicamente.
Tal vez así se canse lo suficiente para intentar dormir.
No lo logrará.
El zumbido, la sensación y el calor que siente en sus oídos le hace morder su mano hasta dejar marca.
Hay un jodido calor pese a ser de madrugada, una de la cosas que odiaba del verano.
Después de un rato, dejó de llorar, si se viera en un espejo se diría que lloró sangre.
Le ardían mucho, mucho sus ojos, le dolía el trasero por estar sentado en la piedra, que no era muy plana, estaba sudando y ya tenía mojada la playera con que dormía.
Ni siquiera pensó en si lo iban a espantar o robar.
Estaba mal, se sentía mal y se veía mal.
Le llegó el miedo, la aflicción se apoderó de cada fibra de su carne, ¿será así para el resto de su vida?
Lloró otra vez y casi grita.
¿Nadie vendrá a salvarlo?