Canto IV. Capítulo XXXVII - Purgatorio

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El mundo de los vivos, dejaba de existir. Un reloj de arena invisible inmortalizaba mi presente mientras rompía el oscuro silencio de aquel pasillo sin fin. Una melodía sonaba en aquel lugar, la melodía de la última partitura, escrita con la sangre de mis pasos.

Mi piel, sostenida por los vientos de mi alma gemela, empezaba a romperse. Fuente de agua, claridad del ángel que me lleva entre los brazos, guardianes de las puertas del cielo, del bien y lo correcto. Rostro humilde mira al suelo mientras camina lentamente, desperanzada de salir viva en el último día de su vida.

Existencia de dos seres me acompañan, viajo por el laberinto de los sueños y las ilusiones. Me derrumbo por un instante, mi cuerpo es levantado.

Miro en mi espalda y veo unas alas de un blanco muy suave, casi transparente. Koemi está a mi lado, la puedo ver, también transparente. Me sonríe, me mira angelicalmente mientras siento como una esfera de viento me roza las mejillas. No estoy sola.

Continuo mi camino, paso a paso por aquel oscuro sendero del último caminar. Mi calvario quedaría recordado en estas paredes, mis miedos quedarían grabados en el aura de esta oscuridad, oculta de la vida, en una eterna noche de tristeza y de llantos por ti, Koemi.

Esperanza sobre desesperanza llevo oculta en mí. Ahogada en la pesadilla de nuestro primer cuento, una historia real sobre irreal, dos gotas de agua en un mismo despertar.

El camino se vuelve frío. No quiero ni puedo volver a recordar aquella tempestad en donde mis huesos azotaban mi carne al sonido de las olas del mar. El ambiente se volvía más oscuro, todo era más triste que hasta ahora, me quería quitar la vida. Estoy sola.

Nadie me acompaña, no hay luz en mi camino. Empiezo a poner mis frágiles manos en mi cabeza para desquitarme esta sensación de depresión, marcada por el destino que porta mi sello, el cristal rasgando mis muñecas.

Empiezo a correr con la esperanza de ver algún punto de luz, una señal de vida en este mundo, un pasaje a otro planeta, a otra galaxia del espacio exterior.

No puedo detenerme, no puedo pararme a pensar, solo quiero suicidarme. Aquel ambiente me infundía ánimos para no querer vivir más. Mi corazón empezaba a dolerme, pero no podía parar, si lo hacía moriría.

Quería salir de aquel punto cuanto antes, sin mirar atrás, a la oscuridad de mis pasos y de mi último caminar. El momento del suicidio llegó de la mano.

Inmergida en el recuerdo del ayer junto a Koemi, me agaché para coger uno de los muchos cristales que había esparcidos por el suelo. No sentía miedo, ya no.

Tristeza del bien acaricia mi alma, alegría del mal excita mi suicidio. La calma llega ante el momento de romper el cristal dentro de mi piel. Apretaba un poco en mi muñeca mientras gritaba en el suelo. El placer del suicidio vencía en el presente, en la lucha del mañana y en mi azul amanecer.

Recostada en el suelo, terminaba con el sufrimiento. Cerraba los ojos mientras sentía lujuriosa sangría frotar desde mis muñecas. Mis latidos reaccionaban a mis cortes, tanto, que iban provocándome un sueño eterno para descansar ante la resignación de mi vida, de mi antiguo despertar.

Jardín de flores obsequia mi llegada con una vista hacia el atardecer de la vida, el atardecer que me vio nacer. Niña era, curiosa por saber que era la vida. Ese día nací de entre el vientre de mi madre, era el comienzo de algo nuevo, algo que no había visto aún. Miré el cielo y quería descubrir que era la vida y que significaba haber llegado a este mundo. Descenso del ayer, lágrimas del presente y muerte del mañana, prosa escrita en versos olvidados, cenizas del día y la noche, de mi cuerpo y alma que hoy fueron abandonados.

Siento como algo acaricia mis manos. Despierto en un atardecer, rodeada de un jardín de flores, no estoy viva, ni tampoco estoy muerta, me encuentro en el Purgatorio, en el centro de los corazones.

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El valle de las amapolasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora