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CapítuloIV Mi madre torera profesional
𝐏𝐞𝐫𝐜𝐲
Atravesamos la noche a través de oscuras comarcales. El viento azotaba el Camaro. La lluvia golpeaba el parabrisas como si la hubiera ofendido personalmente. Yo no sabía como mi madre podía ver algo, pero siguió pisando el acelerador a fondo.
Cada vez que estallaba un relámpago, yo miraba a Grover, sentado a mi derecha en el asiento trasero, y pensaba que o me había vuelto loco o él llevaba puestos unos pantalones de alfombra de pelo largo. Pero no, tenía aquel olor de las excursiones al zoológico: olía a lanolina, de la lana; el olé de un animal de granja empapado.
Estaba pensado que decir para romper el hielo cuando mi ángel dió a conocer su opinión sobre el asunto:
—Así que tú y Sally... ¿se conocían? —dijo mi ángel con una mirada atónita en su rostro.
Los ojos de Grover miraban una y otra vez el retrovisor, aunque no teníamos coches detrás.
—No exactamente —contestó—. Quiero decir que no nos conocíamos en persona, pero ella sabía que los vigilaba.