Capítulo 12: Salir de la angustia

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"De la vida no quiero mucho, quiero apenas saber que intenté todo lo que quise, tuve todo lo que pude, amé todo lo que valía la pena y perdí lo que apenas nunca fue mío."
Pablo Neruda.

Aidán desde pequeño, fue muy unido a su padre

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Aidán desde pequeño, fue muy unido a su padre. La confianza y el amor entre ellos no tenían medidas. En esos días, Aidán tenía que aceptar que ya no vería más a su protector, que no escucharía su voz o su risa. Sus ojos color miel, que había heredado su hijo, desaparecerían presencialmente del mundo de Aidán. Con veintiun años, el chico no era lo suficientemente fuerte cómo para superar la muerte de su progenitor en poco tiempo, por lo que empezaba a sufrir cambios en su comportamiento de los que ni siquiera se daba cuenta. Cada minuto del día recordaba cuando tenía cinco años y le pidió a su padre una guitarra y él sin protestar le concedió el deseo. Luego cuando a los seis le cantó la primera canción que compuso y él atentamente lo escuchó hasta el último segundo.

¿Cómo olvidaría el orgullo que se reflejó en sus ojos en ese momento? ¿Cómo no se culparía cada día por no presentar sus canciones a algún productor musical y conceder a su padre su mayor deseo?

Aidán recordaba cuando les enseñó a jugar fútbol a él y a Percival. O cuando le contó que se había enamorado de Alice y le dió varios consejos de amor. Recordaba a la perfección el tiempo que estuvo molesto con él por ser el portador de la idea de mudarse y separarlo así de su amada. Los años fueron pasando en la mente de Aidán y una lágrima descendió por su mejilla cuando llegó al recuerdo del 23 de agosto que se reencontraría con Alice y su padre manifestó los primeros síntomas de su padecimiento, ese que no supo tratar y terminó por acabar con su vida y la de sus seres queridos.

La madre de Aidán estaba devastada por la situación. Quería ocultar su sufrimiento a su hijo para que no se preocupara y a la vez no era capaz de hacerlo. Viendo la televisión se le salían las lágrimas y se apresuraba en ir a la habitación de invitados para que su hijo no escuchara sus lamentos, aunque fallaba en esa misión. No había tenido el valor de entrar a la habitación que compartía con su esposo porque su ropa en el closet, sus zapatos, su perfume en el tocador y su ausencia en la estancia, le traería más sufrimiento a su corazón.

Estaban Aidán y su madre sentados a la mesa cenando cuando la mujer se armó de valor para hablar. Rogaba en su interior porque no le fallaran las palabras y las lágrimas no empezaran a descender por sus mejillas. Cómo le pasaba frecuentemente en las últimas semanas.

—Hijo. He tomado una decisión—captó la atención de Aidán—. Tu tía me ha ofrecido que pasemos un tiempo en su casa y creo que será lo mejor en este momento. Ya fue el funeral de tu padre y creo que pasar tiempo con la familia nos distraerá un poco del dolor.

—¿Me estás diciendo que volveremos al pueblo donde nací, dónde tengo tantos recuerdos con mi padre, en cada calle, cada esquina? Incluso en la casa de Percival nos invadirá el recuerdo de todas las navidades que disfrutamos ahí juntos.

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