Ginebra echaba humo por las orejas de la rabia que le acompañaba esa mañana desde que abrió los ojos y vio en su agenda qué día era. Había guardado un poco de esperanza en las últimas semanas por si su abuelo cambiaba de opinión y desistía en la terrible idea de expandir su imperio y, de paso, llevársela a ella por el medio. Como si pertenecer a la familia Moretti la obligase a olvidar todos sus sueños, ambiciones y trabajo con tal de centrarse en un estúpido restaurante en una de las avenidas más concurridas de Nueva York.
Y no se trataba del dinero, del prestigio o de la confianza que su abuelo tenía en ella. Más bien lo que le molestaba era ni más ni menos que no la escuchara. En absoluto. Cada vez que ella abría la boca para rechistar, Alonzo la cortaba con una de sus famosas frases: «solo sabes quejarte», «deberías estar agradecida por lo que la vida te está ofreciendo» o «¿has olvidado que formas parte de esta familia y tu deber es arrimar el hombro, como todos?»
A veces le daban ganas de espetarle que ella arrimaba el hombro más de lo que se pensaba, pero ponerse al frente de un restaurante cuando su falta de experiencia era más que evidente, le parecía un suicidio. Por no hablar que la marca de su abuelo era sinónimo de calidad en cuatro países diferentes, y los neoyorkinos eran bastante exigentes en cuanto a precio y servicio. Si se equivocaba, aunque solo fuese una vez, y la crítica la ponía en la lista negra, tendría que echar abajo todo.
Pero Alonzo no escuchaba. Era como si de pronto se hubiese puesto unos tapones para omitir sus quejas por teléfono y asegurarse de que quedaba clara su postura, y nada más. Solo eso.
Así que Ginebra, con una taza de café más grande que su antebrazo, el bolso colgado del hombro y una expresión de furia, traspasó las puertas del local para echar un vistazo a lo que habían hecho los diseñadores y los obreros en las últimas cuatro semanas. Dentro la recibió una suave melodía que reconocía muy bien: hombres charlando, un poco de música de fondo y el entrechocar de las copas que alguien colocaba con delicadeza en las estanterías tras sacarle brillo con un trapo.
Contra todo pronóstico, le gustaba el resultado. Los tonos dorados y bronce encajaban a la perfección con el tipo de cocina que solía hacer su abuelo. Cada mesa estaba a una distancia prudencial de la siguiente, los ventanales relucían y los cuadros que acompañaban a la mantelería era exquisito. Al fondo había una enorme barra donde poder servir cócteles un sábado por la noche, después de la cena, y a la derecha se encontraban los servicios. Ubicados en el lugar idóneo para no incomodar a nadie mientras comía.
Las cocinas, y las bodegas de vino y la despensa, justo debajo. Su abuelo había escogido ese local pensando muy bien en todo lo que necesitaba y, sobre todo, en que se viese despejado. Para que la gente, cuando viniese a cenar, no viera la magia de los fogones sino la que se servía en el plato.
—Buenos días, Gin —la saludó Mary, la jefa de equipo que había convertido un local sin gusto en un restaurante de lujo en tiempo récord—. Pensaba que llegarías más tarde. ¿Te gusta lo que ves?
—Pues sí, la verdad. Me gusta mucho —tuvo que admitir; aquella mujer no tenía la culpa de su amargura—. Has aprovechado cada rincón para que sea funcional y... ¿eso de ahí son biombos?
La mujer soltó una sonora carcajada, guiándola hacia el lugar en cuestión. Estaba en la zona más alejada de la entrada, y lo que guardaba con tanto celo eran dos mesas acogedoras.
—Pensé en la posibilidad de que alguien quisiera algo más de intimidad, ya sabes, para los aniversarios y las celebraciones de pareja, así que sugerí que incluyeran estos espectaculares biombos. ¿No crees que encaja muy bien con lo demás? De esa manera, el cliente puede comer sin ser visto.
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TRILOGÍA DE NUEVA YORK - Capítulos de prueba
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