Ginebra pasó una semana muy mala. Enfrascada en los últimos diseños y en la apertura del restaurante, no dormía muy bien y acudía cada mañana al trabajo con unas ojeras que ni el maquillaje podía ocultar ya. Su abuelo tampoco es que ayudase demasiado. Cada mañana le llamaba para recordarle todas las cosas que necesitaría para dar un buen servicio. Le habló sobre los uniformes, sobre su trabajo, los periodistas que irían, las reservas y, por último, el menú.
Alonzo se negó a cambiar nada, pero Ginebra se las ingenió para hacerle entender que nadie quería comerse unos canelones de tofu con salsa de cebolla cuando había alternativas veganas mucho más apetecibles. Al decirle aquello, consiguió que su abuelo se lo replantease, lo cual ya era una pequeña batalla ganada.
Sus mensajes con Massimo iban y venían como dagas voladoras a su alrededor. Le sorprendía la facilidad que tenía ese hombre a la hora de dar la vuelta a todo, recordándole que no se amilanaba ante nadie y que estaba allí por su abuelo, y por méritos propios. No necesitaba que ella le estuviera insistiendo en que fuese cortés con el equipo, que cocinase a la altura del restaurante y que dejase de hablarle como si se conocieran de toda la vida.
Eso era lo peor de todo, desde luego. La familiaridad con la que la trataba Massimo. Y a Ginebra le ponía enferma darse cuenta que a veces se le escapaban carcajadas cuando leía sus correos. ¿Por qué una persona tan pomposa sabía cómo hacer reír a los demás? Él nunca parecía divertirse.
El viernes por la tarde, Ginebra consiguió ir a la peluquería y enfundarse en un vestido elegante a la par que sobrio. Siempre había dado por hecho que los colores oscuros resaltaban su piel morena, el cabello negro y los ojos marrones. Pero esa noche fue más allá, y se permitió usar los pendientes que le regalara su madre las navidades pasadas; dos aretes de oro blanco que relucían en sus orejas. Lo acompañó con un colgante más bien pequeño, y dos pulseras que tintineaban en su mano derecha.
Ya intuía que los periodistas le harían fotos, y por eso quería salir bien en la portada de su revista gastronómica.
—Tranquilízate, mujer —le dijo Tabita cuando apareció por el restaurante una media hora antes de la apertura—. Si sudas tanto, al final se van a quedar solo con eso.
—Gracias por los ánimos —refunfuñó por lo bajo, secándose las manos con una servilleta de papel.
Su amiga sonrió con suavidad. Tabita era muy sincera siempre, y eso las hacía chocar a menudo, pese a que siempre se reconciliaban y se apoyaban en todo. La prueba estaba en que se había puesto un traje fino de flores, sandalias y una diadema para no resaltar demasiado, porque sabía que esa noche era importante para ella. Y Ginebra se lo agradeció muchísimo.
—Venga, que todo irá genial. ¿Cuál es nuestra mesa? ¿Puede ser junto a la ventana? —Se acercó a una de las que había al fondo y que le permitía ver a la gente pasear, mientras que desde fuera no se les veía a ellos.
—Si os gusta esa... Las que están reservadas tienen cartelitos con los nombres de los invitados.
Tabita cabeceó en señal de entendimiento, y se sentó donde le vino en gana, mirando la carta.
—¿Qué clase de platos son estos? No entiendo nada. ¿Acaso no era mejor ponerlos en inglés? Así la gente sabrá lo que se está pidiendo, ¿no?
Ginebra se tensó al ver la carta que sostenía su amiga entre las manos. Mery las había impreso y plastificado en tiempo récord, basándose en las indicaciones de Massimo. Cada plato tenía un nombre muy peculiar que ni ella se había molestado en aprenderse. Si tenía que ser sincera, la primera vez que lo recibió en su correo se dedicó casi una hora entera a buscar en internet el significado de todo. Pero no iba a confesarlo en voz alta.
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TRILOGÍA DE NUEVA YORK - Capítulos de prueba
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