—Los hombros cerrados, Jack —le instó Reyes al chico que tenía subido al ring e intentaba aprender las poses básicas del boxeo—. Las manos deben ir pegadas a los pómulos, sí. Pero el pie derecho va un poco más atrás.
Observó con cierta satisfacción cómo el muchacho obedecía al instante, sin apartar la mirada de su contrincante. Bajo los intensos focos que iluminaban todo el gimnasio, los dos chicos, de más o menos la misma edad, trataban de encajar un gancho al otro. Pero para eso había que adoptar la postura correcta y Reyes los supervisaba con una sonrisa.
No recordaba cuándo fue la primera vez que acogió a adolescentes como ellos en ese lugar. ¿Diez años? Le agradaba muchísimo que el ambiente en su gimnasio no se apagase casi nunca. Y también le inflaba el pecho de orgullo saber que eran las madres de esos chicos quienes les pedía el favor de acogerlos bajo el ala.
Todos ellos provenían de los barrios más pobres o conflictivos de Nueva York. En los colegios ni se preocupaban por ellos, la policía hacía oídos sordos y los adultos los menospreciaban con miradas y palabras. Solo tenían dos opciones: delinquir o intentar salir de ese ambiente. Así que Reyes les tendía la mano con gusto. Tenerlos allí les aliviaba bastante. No necesitaban más niños echados a perder en una ciudad que debería ser de progreso.
—Para dar un gancho —siguió diciendo— es necesario que rotes un poco la cadera, así.
De un momento a otro, Reyes se puso en posición de ataque, lejos del ring, y les mostró cómo lanzar dos golpes seguidos. La idea era que observaran con atención el movimiento de su cadera, pero los chicos silbaron, emocionados, y le obligaron a repetir.
Riéndose, Reyes se subió finalmente con ellos y les ayudó a aprender un poco más de boxeo en su primera clase. Los viernes como ese los dedicaba íntegramente a los muchachos que tenía bajo su cuidado, pero había quedado para ir a un partido de béisbol y el tiempo se le echaba encima.
Cuarenta minutos después, los chicos salían del gimnasio con una sonrisa en la cara y Reyes se quedó por allí, contento por los resultados. A veces ocurría lo contrario; se largaban a mitad del entrenamiento con una expresión de fastidio y la idea errónea de que solo intentaban retenerlos a la fuerza. Eran una minoría, pero a Reyes siempre le apenaba.
Se metió en las duchas y se vistió con ropa cómoda. Pasar tanto tiempo en su puesto de trabajo le obligaba a tener prendas de recambio, un despacho provisto de café y otros tentempiés, y un botiquín para cuando se hacían daño. Le gustaba mucho su gimnasio. Era algo suyo. Pero también llegaba a agobiarle la cantidad de horas que le exigía.
La puerta principal se abrió y se cerró justo cuando él empezaba a apagar las luces. Sus ojos castaños se entrecerraron al percatarse de quién era. Mark Spell era uno de sus viejos amigos. O conocidos. Toda confianza entre ellos desapareció en el mismo instante que se la jugó en una apuesta.
Reyes no era rencoroso, y por ello le permitió pasearse por sus dominios.
—Sabía que aún estabas por aquí —Mark sonreía con esa expresión de eterno triunfador—. ¿Cómo te va, eh?
—Bien, supongo. Igual que siempre.
—Has ampliado el sitio, por lo que veo.
—Tanto espacio muerto me ponía nervioso —encogió uno de sus hombros—. ¿A qué debo tu visita?
—Me encanta lo directo que has sido siempre —soltó una carcajada—. Necesito proponerte algo. Hay un chico nuevo que está ganando todos sus combates. No puede competir en serio porque arrastra un par de condenas por violencia y eso. Pero los chicos van a apostar por él y habíamos pensado que podría celebrarse el encuentro aquí, como en los viejos tiempos.
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TRILOGÍA DE NUEVA YORK - Capítulos de prueba
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