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Lucie preparaba la cena mientras Georges leía uno de sus libros en el sillón del salón. Aunque llevaba un tiempo en silencio, estaba sumamente emocionado. Según le dijo su padre, este llegaría más temprano de lo habitual para al fin pasar tiempo juntos. ¿Cuándo fue la última vez que lo hicieron? No lograba recordarlo. Aquellos últimos meses Arthur solo paraba en casa para dormir y poco más. Miró al reloj, el cual indicaba las cinco y cuarto pasadas. Su padre debía estar al llegar. Lucie vio la emoción de su hijo reflejada en sus ojos y no pudo evitar sonreír; sin embargo, no era seguro que Arthur llegase temprano, por lo que decidió advertirle.

—Georges, no te haga muchas ilusiones. No es seguro que tu padre pueda venir, ya sabes que tiene mucho trabajo.

Su hijo la miró tras aquellas palabras, aunque parecieron no importarle, pues estaba seguro de que vendría a tiempo.

—Me lo prometió anoche, mamá. Ya le faltará poco para llegar —le aseguró con una sonrisa en el rostro.

A Lucie no le gustó mucho aquella seguridad, pues Georges se llevaría un gran disgusto si su padre, como de costumbre, no apareciese a tiempo. Sin embargo, al igual que él, decidió confiar en Arthur.

—Anda, ve poniendo la mesa —le pidió.

Georges dejó el libro e hizo lo que le dijo su madre. Colocó tres platos y vasos junto a sus respectivos cubiertos sobre la mesa. Cada dos por tres dirigía su mirada hacia la ventana esperando a ver a su padre llegar, pero los minutos estaban pasando y aquello no había sucedido aún. Volvió a mirar al reloj; ya eran las seis menos veinte. Lucie notó las ansias de su hijo por ver a Arthur cruzar la puerta, pero por cada minuto que pasaba estaba más segura de que aquello, como siempre, no iba a ocurrir. «Arthur ... ¿Dónde estás?» Le dolía demasiado pensar en el disgusto que tendría Georges. Llevaba mucho tiempo preguntando por su padre y aquella noche era en la que más estaba confiando.

—Mamá... —dijo Georges. Lucie notó tristeza en su voz—. Va a venir, ¿verdad?

—Cariño...

Observó cómo la emoción que había reflejado la mirada de Georges unos minutos antes se había desvanecido. Ahora sus ojos estaban húmedos y luchaba por contener las lágrimas.

—Voy a esperarlo fuera —dijo aun esperanzado.

—No, Georges —le impidió Lucie—. Hace mucho frío y ha anochecido. Vamos a cenar antes de que la comida se enfríe.

—No quiero, y no vamos a cenar sin él. Sé que va a venir.

—Georges, haz el favor de sentarte en la mesa.

—¡Te he dicho que no! —le gritó.

Lucie se quedó aturdida por un instante que su hijo aprovechó para salir corriendo hacia la puerta principal. Le ordenó que volviese, pero hizo oídos sordos, así que fue detrás suya. Cruzó la puerta con brusquedad y se encontró con Georges parado unos metros antes de la cancela, en silencio. Tenía su mirada fija en el cielo.

—¡Georges, entra ahora mismo! —le ordenó, pero pareció no escucharla—. ¿Georges?

—Mamá —dijo sin apartar la mirada del cielo. Luego alzó el brazo y señaló hacia él—, ¿qué es eso?

Lucie siguió con su mirada la dirección indicada por su hijo. Cuando vio lo que señalaba, quedó paralizada por un instante. Una gran columna de humo negro cubría la mayor parte del pueblo. Entonces Lucie se dio cuenta. Fuego. Olía a fuego. ¿Se habría quemado algo? De pronto, un lejano bullicio comenzó a escucharse. Cada vez sonaba más fuerte.

Contra el destino (En proceso)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora