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Pisadas. Lentas y sigilosas pisadas se aproximaban con delicadeza desde la oscuridad. Arthur escuchó perfectamente los veloces latidos de su corazón, al igual que Robert y Jean, quienes adoptaron por inercia una postura de defensa. No era difícil palpar el miedo que había entre los hombres, y más después de que los primeros gruñidos comenzaran a sonar. Tenían que escapar de aquel lugar, pero ¿cómo? Los lobos los estaban rodeando poco a poco. ¿Podrían subirse los tres a la moto antes de que se abalanzaran contra ellos? Y en ese caso ¿serviría? Había muchos árboles y matorrales, y el terreno no era llano en absoluto. Probablemente, entre las prisas y la angustia, terminarían volcando. Además, la moto no podría alcanzar una gran velocidad en aquella zona; lo más seguro es que terminasen atrapándolos. No, definitivamente huir en la moto no era una gran idea, pero poco más podían hacer. Arthur no podía permitirse acabar así, siendo el menú degustación de la cena de unos lobos hambrientos. El viento sopló con fuerza por unos instantes, lo que hizo que el bosque emitiese su característico sonido, como si se tratase de una advertencia. Los lobos que se camuflaban tras los arbustos y árboles comenzaron a mostrarse y a aproximarse cada vez más, mostrando sus largos y afilados colmillos a la vez que rugían. Querían cazar, y a escasos metros se encontraban sus presas.

—Esto no me gusta una mierda —dijo Robert.

—Estamos... Rodeados —susurró Jean—. ¿Alguna sugerencia, Arthur? Nos vendría bien una de tus maravillosas ideas.

Uno de los lobos avanzó varios metros con mayor rapidez que los demás, lo que hizo que los tres, por instinto, diesen un paso hacia atrás. Arthur intentaba pensar en algún plan de escape, pero no hallaba forma de salir de allí con vida, o al menos, no todos ellos. A Robert comenzó a costarle respirar debido a la angustia y al miedo que sentía; a Jean le temblaba todo el cuerpo y estaba cediendo ante la parálisis, y a Arthur, quién seguía aferrado a la R75, empezaban a ganarle los nervios. El lobo que se situaba en la cabeza de la manada volvió a avanzar con decisión, y esa vez los demás lo siguieron. La hora de la caza había llegado.

—¡Mierda! —exclamó Robert—. ¡Ya viene!

Arthur, en un desesperado intento por aferrarse a la vida, sacó como pudo las llaves del bolsillo y las introdujo en la motocicleta al segundo intento, girándolas con fuerza. De pronto, un fuerte bramido se escuchó en todo el bosque, lo que hizo que los lobos se detuviesen en seco y comenzasen a retroceder. Robert y Jean vacilaron por un segundo sin saber que había ocurrido. Entonces vieron a Arthur sujetando el manillar de la moto. La BMW R75 podría ser vieja, pero su fuerte rugido superaba al aullido de cualquier lobo. El lobo que lideraba la manada hizo el ademán de avanzar, pero Arthur, en señal de amenaza, comenzó a girar el manillar del vehículo para aumentar el estruendo, lo que hizo que el lobo se detuviese de nuevo mientras gruñía.

—Nada mal, Artie —dijo Jean—. ¿Cuánto crees que nos durará el teatro?

—Avanzaremos —dijo Arthur—. Se apartarán de nosotros conforme pasemos.

—¿Estás de coña? —preguntó Robert—. No pienso ir directo a la boca del lobo, y nunca mejor dicho.

—Confiad en mí, no tenemos otra alternativa. Si nos quedamos aquí quietos, tarde o temprano nos atacarán.

—¡Y una mierda! —exclamó Jean—. Gira el puto manillar para espantarlos. La moto les asusta, acabarán marchándose.

Los lobos, tras unos minutos quietos, comenzaron de nuevo a avanzar poco a poco. Parecían no estar dispuestos a quedarse sin cena esa noche. Arthur hizo sonar otra vez el motor y estos volvieron a detenerse, pero esta vez parecieron no asustarse como en las anteriores. Observaron durante unos segundos a sus presas y reanudaron la marcha.

—Se nos acaba la suerte —dijo Jean—. No sé cuántas veces más funcionará.

—¡Joder! ¿En qué momento nos pareció buena idea hacer esto? —preguntó Robert—. ¡Era una maldita locura!

Arthur volvió a girar el manillar, pero esa vez lo único que hicieron fue vacilar y reducir el ritmo. Habían descubierto que aquello no suponía un peligro para ellos. El lobo líder volvió a situarse en cabeza mientras mostraba sus grandes colmillos. Su mirada era feroz y decidida. Arthur hizo sonar de nuevo la BMW, pero el lobo ni se detuvo ni redujo el ritmo esa vez. Arthur comenzó a girar el manillar angustiado, haciendo que el motor sonase lo más fuerte que podía, pero aquello ya no causaba terror en el animal.

—No... No funciona. —titubeó Arthur.

—Se acabó, es el fin. —dijo Robert.

—Arthur —dijo Jean—, antes de morir... quiero que sepas algo.

—Os dejaría a solas para hablar de vuestros sentimientos —dijo Robert—, pero esos hijos de puta no están muy por la labor.

Arthur lo miró extrañado. Tenía que ser importante para decirlo en un momento como ese. Fuese lo que fuese, el lobo comenzó a correr hacia ellos, y junto a él, el resto de la manada.

—¿Qué quieres que sepa? —preguntó Arthur.

—Arthur, yo...

El lobo dio un fuerte salto para abalanzarse contra ellos. Arthur lo miró fijamente a los ojos, grandes y amarillos. Parecía ir todo a cámara lenta, incluso observó como el animal babeaba y abría la boca. Por alguna extraña razón, no sentía miedo, ni siquiera nervios. Lo único que le intrigaba era aquello que Jean tenía que decirle. Este último hizo el intento de hablar, pero cuando fue a pronunciar la primera palabra se vio interrumpido por el seco sonido de un disparo y el desgarrador alarido del lobo. Este último cayó al suelo en el acto, lo que hizo que los demás miembros de la manada retrocediesen sin pensarlo. El trío se encontraba paralizado y sin la menor idea de lo que había pasado. El animal estaba muerto frente a ellos. Entonces otro disparo volvió a sonar, lo que les hizo agacharse. Los lobos volvieron a retroceder, y esa vez sabían que aquel sonido si suponía un peligro.

—¡Venid, rápido! —gritó una voz que provenía de unos matorrales situados a la derecha de los tres hombres.

Arthur reconoció aquella voz al instante. Al girarse vio a Frederick en los arbustos, quien sostenía una linterna y un rifle. Los tres se quedaron quietos por un instante, todavía no habían recuperado todos los sentidos. Entonces Frederick volvió a meterles prisa mediante un grito y los tres corrieron en su dirección. Los lobos gruñeron e hicieron ademán de ir tras ellos, pero Frederick volvió a disparar al cielo y no tuvieron más remedios que detenerse. Arthur, Robert y Jean consiguieron reunirse junto a Frederick.

—Señor Frederick —dijo Arthur—, no sabe cuánto...

—Hablaremos después, ahora tenemos que irnos —lo interrumpió el anciano—. ¡Estamos en peligro! Seguidme.

Los hombres lo miraron y asintieron. Tenía razón, no era el momento de hablar. Frederick, a pesar de su edad, avanzó con suma agilidad entre las diversas ramas y matorrales que había por el camino, y Arthur y los demás lo hacían tras él. Parecía que los lobos habían dejado se perseguirlos. Siguieron caminando sin distracciones, buscando estar a salvo lo antes posible. La suerte pareció sonreírles, pues varios minutos después consiguieron llegar a la casa sin ninguna baja. Frederick introdujo las llaves en la cerradura, abrió la puerta y, una vez que entraron, se aseguró de dejarla bien cerrada. Todos intercambiaron miradas antes de decir palabra. Los tres vecinos de Chasselay hiperventilaban sin parar, como si se hubiesen metido un buen chute de adrenalina. Frederick, sin decir nada, dejó el rifle y la linterna sobre la mesa y se sentó en una vieja silla. Tenían muchas cosas que explicarle, y se las tendrían que explicar en ese momento.

Contra el destino (En proceso)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora