Mi papá nos fue a dejar a la estación de trenes. El tren salía a las nueve y media de la noche con destino a Temuco. Hacía dos meses que habíamos planificado el viaje con Gertrudis Astudillo, mi nana; por fin conocería su ciudad natal y a su familia, aunque era como si ya los conociera por todo lo que ella hablaba del lugar y de la parentela.
Me gusta viajar. Si existiera alguna profesión como la de viajero, esa sería la mía. Hace algunos siglos existía la profesión de explorador, pero ahora las cosas son distintas y nadie estudia algo así porque quedan muy pocos lugares por explorar. Por eso, por ejemplo, conservo mi colección de Tintín; no se la presto a nadie, nisiquiera a León, que es mi amigo pero que tiene la mala costumbre de doblar las esquinas de las páginas de los libros para marcar dónde queda cuando deja de leer. Tintín y Milú viajan al Congo, al Tíbet, al oeste americano, a China, incluso a la Luna.
Y ahí iba yo, viajando a la ciudad de Temuco, 600 kilómetros al Sur de Santiago, a un lugar al que le gusta autodominarse como la región de la Frontera. Si yo fuera extranjero, por ejemplo, de Madagascar o de Alemania, tendría un enorme interés en un lugar que se llama así mismo la Frontera. El nombre alterna con otro: Región de la Araucanía. Todos esos nombres se debían a una razon: hasta hacía poco más de 100 años el país llegaba hasta ahí; es decir, allí estaba la frontera, del otro lado vivía el pueblo de los mapuches, los que le daban la pelea a los conquistadores desde hacía muchos años, desde que habían llegado desde España. Los mapuches eran un pueblo difícil de vencer hasta esa fecha, reclamaban sus tierras y no se conformaban. Un día decidieron, después de 400 años, que no daban más la pelea. Entonces se sentaron a conversar y a tratar de solucionar las cosas por las buenas. Eso significó un tratado que se llamó pacificación de la Araucanía. Pero lo que no sabían los mapuches era que los españoles en ese momento convertidos en chilenos eran expertos en conversar y conversar, y en poco tiempo los tenían rodeados de ciudades, carreteras, malls, hoteles, Internet, y televisión por cable, es decir, estaban perdidos; ahora si que los habían vencido sin que se dieran cuenta.
Esa era la historia resumida de los mapuches; la leí en un libro de historia antes de emprender el viaje. También leí que a fines del siglo XlX surgió la ciudad de Temuco, en plena Araucanía, creció y se llenó de gente y de automóviles. Allí vivió Pablo Neruda cuando era niño. Y allí nació Gertrudis Astudillo, mi nana, quien estudió en el Liceo de niñas, en el mismo en que trabajaba otra poeta, Gabriela Mistral, pero muchos años antes, después de cuarto medio, Gertrudis decidió que lo suyo también era viajar y un día llegó a Santiago, la capital, donde la recibió mi mamá. Desde ese día estaba en mi casa, y yo recién cumplía un año de vida.
Las primeras horas fueron agradables en el avión y, como en los aviones, en los trenes no se ve para adelante, sólo para el lado, entonces parece que no se avanzara para ninguna parte.
Antes de apagar las luces nos recostamos en los asientos. Nadie más ocupaba los cercanos, así que teníamos suficiente espacio. Entonces vi a Gertru masajeandose la cara con crema, lo que la hacía parecer un fantasma o un mimo Callejero.
-¿Tienes que echarte la crema justo ahora, frente a los demás pasajeros? —le pregunté un poco avergonzado.
Ella ni siquiera me miró para contestar, siguió sobandose el cuello y respondió:
— Dulces sueños, Quique.
Por la ventana vimos pasar pequeños pueblos con muy pocas luces y a un señor muy viejo que esperaba a alguien en el andén o simplemente paseaba por ahí mirando al tren. Me imaginé viviendo en esos lugares: no era muy interesante porque eran pueblos que parecían aburridos y lentos, donde no existía salas de cine. Pero por otra parte la vida era ordenada y tranquila; por ejemplo, si uno salía en bicicleta no era necesario llevar candados para amarrarla a un poste de la luz, porque nadie estaba pensando en robarla. Por las tardes, después de almuerzo, se dormía una siesta de media hora. Mi hermana decía que vivir en un pueblo chico era como encerrarse, claro que el único pueblo chico que ella conocía era Pucón, que no es el ejemplo de un típico pueblo.
Y así, poco a poco, con la cadencia del tren, me fui quedando dormido hasta que no supe Nada más. Como sucede cuando uno se duerme, simplemente todo se borra y viene la oscuridad hasta el otro día.
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holaaaaaa!!! Próximamente el segundo capítulo...