Parte 1. La melodía de los pájaros.

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Alex, un niño de diez años, despertaba cada mañana al dulce canto de los pájaros. La aldea en la que vivía estaba rodeada de montañas majestuosas, y los primeros rayos del sol se asomaban tímidamente sobre los picos nevados. Era como si la naturaleza misma le diera los buenos días.

—¡Alex! —gritó su madre desde la cocina—. ¡Es hora de levantarse!

Alex saltó de la cama y se vistió rápidamente. Las ovejas esperaban en el corral, y él era el encargado de guiarlas hacia los verdes pastos. A veces, mientras las conducía, les susurraba secretos al oído. ¿Sabían las ovejas que los pájaros también compartían secretos con ellas?Pero Alex no solo cuidaba del ganado. Por las tardes, se aventuraba al bosque con una canasta en la mano. Allí, entre los árboles centenarios, encontraba un tesoro: los frutos silvestres. Moras, frambuesas y grosellas llenaban su canasta con su diversidad de colores. La naturaleza era generosa, y Alex siempre agradecía por ello.

La aldea también tenía una pequeña huerta. Alex se sumergía en la tierra, fascinado ante la magia de la siembra. Plantaba zanahorias, tomates y espinacas con dedicación. Regaba cada planta y protegía sus hojas del sol abrasador. A medida que las verduras crecían, también crecía su gratitud hacia la naturaleza.

Así, entre los pájaros, las ovejas, los frutos y los campos, Alex crecía. Su mundo se ampliaba con cada amanecer, y su espíritu se nutría de la belleza y la sencillez que lo rodeaban. Aunque aún era un niño, su alma resonaba con la melodía de la vida, una canción que trascendía las montañas y se perdía en el horizonte infinito. 


El atardecer pintaba el cielo con tonalidades doradas, rosadas y naranjas. Alex y sus amigos se despedían del bosque, llevando consigo los recuerdos de un día lleno de descubrimientos y camaradería. Pero esta vez, algo era diferente. Alex no estaba seguro de qué, pero los pájaros parecían inquietos. Sus cantos eran más agudos, como si quisieran advertirle de algo.

—¿Escuchas eso? —preguntó Marta, su amiga de trenzas despeinadas.

Alex frunció el ceño y se detuvo. Los árboles parecían más densos, sus hojas formando un dosel oscuro sobre sus cabezas. El sendero que solían seguir se desvanecía entre las sombras.

—No deberíamos estar aquí —dijo Pedro, el más valiente del grupo—. Este bosque es diferente al de siempre.

Alex asintió. Era la primera vez que se aventuraban tan lejos. El bosque se llamaba "Susurros", y los ancianos decían que estaba lleno de secretos y peligros. Pero Alex no podía resistirse a la curiosidad. ¿Qué había más allá de los árboles altos y los arbustos espinosos?

Los pájaros continuaban su canto, pero ahora parecían susurrar. Palabras incomprensibles flotaban en el aire, como si el viento las llevara de rama en rama. Alex se estremeció. ¿Qué querían decir?

—Corre, corre, huye de aquí —le susurraron una serie de voces. Eran como ecos lejanos, pero resonaban en su mente como campanas.

—¿Quiénes son? —preguntó Marta, mirando a su alrededor con ojos asustados.

—No lo sé —respondió Alex—. Pero debemos irnos. Ahora.

Corrieron, las ramas arañando sus brazos, las raíces retorciéndose bajo sus pies. El bosque parecía moverse, como si los árboles se cerraran tras ellos. Alex sentía que algo los perseguía, algo que no podía ver pero que estaba ahí, acechando en las sombras.

Finalmente, salieron del bosque y llegaron a la aldea. Se detuvieron frente a la casa de Alex, jadeando y temblando. Los pájaros habían dejado de cantar, pero sus palabras seguían resonando en su cabeza.

—¿Qué fue eso? —preguntó Pedro, mirando a Alex con ojos asustados.

Alex no tenía respuestas. Solo sabía que el bosque de los susurros guardaba secretos oscuros, y que había algo más allá de los árboles. Algo que los había advertido, algo que los había perseguido.

Tan pronto como llegaron a la aldea notaron un ambiente raro, a penas se veía, todo estaba cubierto de una niebla extraña, no era grisácea como las que antes había visto, en su lugar se encontraba llena de polvo, de colores ocres.

Pronto todos los que acababan de volver del bosque se dieron cuenta que aquellos susurros de los pájaros no eran para que huyeran del bosque, sino de la aldea.

El Legado de la SangreWhere stories live. Discover now