Érase una vez una princesa llamada Zelda que vivía en un castillo muy muy alto en un rincón escondido del mundo. Ella no había salido nunca del castillo hasta que un día se le ocurrió hacerlo. Ya que sus padres, los reyes, no la dejaban, Zelda decidió salir por la noche. Primero, ya que no sabía a donde ir fue con su caballo cabalgando por el bosque del que tanto había oído hablar. Y al cruzarlo todo llegó por la noche a un pueblito, con cierto encanto silvestre, en el que tocó puerta por puerta las casas para ver si alguien se apiadaba de ella. En la última cuando sus esperanzas eran prácticamente inexistentes una anciana abrió la puerta. Le preguntó que qué necesitaba y ella le dijo que necesitaba un sitio donde pasar un par de noches. La anciana aceptó y Zelda le dió las gracias amablemente.
Al día siguiente la anciana le dijo a Zelda que si quería quedarse con ella tenía que ser amable con cualquiera y ayudar en el campo. La anciana había tenido 2 hijos pero ambos decidieron que allí no querían pasar su vida, así que la abandonaron sola en el pueblo. Por lo que le propuso a Zelda quedarse con ella con esperanzas de compañía. Zelda, como no quería volver al castillo para que la encerrarán de nuevo aceptó, le dió las gracias y un fuerte abrazo.
El tiempo fue pasando y las horas se convertian en días, los días en semanas, las semanas en meses y Zelda fue acostumbrandose poco a poco a ese tipo de vida. Al cabo de poco tiempo prácticamente no se acordaba de que era una princesa, tampoco se lo había dicho a la anciana. Pero ella con el corazón muy abierto con amabilidad y esperanza le abrió las puertas de su casa a Zelda, quien ya no era sólo la chica misteriosa que tocó en su puerta una noche de otoño sino en una aprendiz, una amiga, una hija. La anciana y Zelda formaron una familia, la que ellas siempre habían deseado.