El inventor de Sueños

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Posaba como un antiguo coronel, con los bigotes espesos y el bastón imponente. Miraba al horizonte, sentado en su trono: una ruinosa silla de cuerina desgastada, con un enorme cero en el centro, que iba perdiendo el poco relleno que aún le quedaba. Posaba frente a su reino, fúnebre, una galería a punto de caerse, apenas sostenida por dos columnas de hierro. Un cementerio de autos oxidados y un par de niños, salvajes, jugando.

El inventor lo miraba, desde su sedienta caminata. Acarreando el peso de los tres bidones de agua que llevaba sobre su espalda. Para él, aquel reino era el infierno. Aquel rey su castigo impuesto. Se acercó, ante la atenta mirada del coronel, apartando a los salvajes de su camino. Al llegar dejó sobre sus pies, los tres bidones y, lamió con su lengua, las gotas, rebeldes, que mojaron el piso.

El coronel no dijo nada. No hizo ningún gesto, siguió mirando al horizonte. El inventor, sediento, rogó, como siempre, beber, aunque sea un trago, de algunos de los bidones. Recibió como respuesta un bastonaso. Sumiso, se alejó en silencio.

Una vez enterrado entre las ruinas, escupió un par de veces en un sucio vaso y luego se lo tomó, así calmaba su sed. Así se mentía a si mismo. Ya saciado de toda locura, rebuscó entre la basura donde vivía, encontró restos de carbón, los restos de las tertulias del coronel y con ayuda de un pedazo de vidrio, lo transformó en un rústico lápiz. Miró al cielo y agradeció al Dios del garrote.

Cogió los envoltorios, que se agrupaban siempre, sobre las ruinas más lejanas y comenzó a garabatear pictogramas, letras, animales. Lo que le viniera a la cabeza. Se sentía invencible. Encontraba un poco de paz.

Ese día sucedió algo extraño. Dejó de dibujar los paraísos que le contaban las miradas lastimosas. Comenzó a crear sueños y cielos de la nada. Todo lo que se marcaba en el envoltorio del fiambre se hacía realidad. Las ruinas se levantaron, de ellas nacieron pintorescas casitas, de cuyas ventanas se desprendían dulces olores. Olor a dulce de pera, olor a dulce de naranja, durazno, dulce de leche. El cementerio de chatarra se cubrió de verde y, se transformó en hermosos nogales y cedros. Las margaritas y los conejitos hicieron pequeños montones de diversos colores. El coronel y su trono se fueron hundiendo en las sombras, hasta desaparecer. Los salvajes se transformaron en inocentes niños, jugando entre los árboles, buscándose unos a otros. Todo dejó de pesar. Incluso nació un hermoso manantial en donde antes estaba el trono, donde bebió a gusto toda el agua que quiso.

Sonrió para si mismo, satisfecho, había creado, con las manos negras de tanto apretar el carbón, aquel mundo que siempre se imaginaba cuando miraba a los niños jugar en la plaza. Se había convertido en un Dios. Había inventado los sueños.

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