Capítulo XXXV

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Dion

Salí de su casa casi pegando un portazo. Sus palabras, por alguna razón, me habían hecho mucho daño, sin embargo, sabía que yo también me había pasado al haberle dicho todo aquello.
   De camino a casa, en el autobús, repasé mentalmente la pelea. Me llevé las manos a la cara y la froté con disgusto, desesperado. ¿Qué podía hacer para salvar la situación? Esperaba, al menos, que el enfado de Simon amainara y que se olvidara pronto del altercado. O que, aunque no desapareciera ese cabreo, estuviera lo suficientemente tranquilo como para hablar las cosas y arreglarlo. Quería que volviera a comportarse como un lameculos, pero no estaba seguro del porqué.
   Lo que tenía claro era que me había pasado, como siempre. Había arruinado algo bueno, una relación de puro cachondeo, por elegir las palabras menos apropiadas. Aunque no comprendía el porqué de que Simon me echara en cara que tuviera un hermano gemelo y no se lo hubiera contado. ¿Por qué hablar con él sobre el idiota? ¿Solo por ese beso? Ni siquiera había surgido una conversación sobre si tenía o no más hermanos.
   Apreté mis manos en un puño. Ese beso me iba a traer muchos quebraderos de cabeza. Estaba enojado con él por haber cometido tal estupidez, y quizá un poco con mi hermano por haber sido el destinatario de ese fugaz desliz.
   A Dimas, mi gemelo, y a mí siempre nos habían confundido pese a las claras evidencias que nos diferenciaban, como nuestro comportamiento y algunos de nuestros rasgos físicos. Dimas era el típico chico popular y extrovertido que todo el mundo adora. Un muchacho sonriente, amable y educado, que respeta a todo el mundo por igual; casi como un príncipe azul. Asimismo, sus ojos eran más claros que los míos y siempre andaba sonriendo, justo al contrario que yo. Éramos como el día y la noche, tal como había dicho Simon.
   En realidad, la característica que más nos asemejaba –además del físico– era nuestro elevado coeficiente intelectual. Él se aprovechaba de su inteligencia yendo a un instituto de más categoría centrado en la ciencia, uno de esos en los que todo el mundo va repeinado y con un uniforme protocolario y, por ende, un poco fascista. Yo, sin embargo, preferí no separarme de Waldo. Era mi amigo desde que tenía uso de razón, y alejarme de él solo me habría sentenciado a una vida solitaria y amargada. Casi igual que la que llevaba por el momento, a excepción de su presencia.
   Saqué las llaves del bolsillo del pantalón y abrí la reja que rodeaba el recinto en que vivíamos. Cuando crucé el jardín delantero, el perro labrador de mi hermano saltó sobre mí para saludarme y darme un lametazo. Lo acaricié rápidamente y abrí el cerrojo de la puerta de entrada. Vaivén corrió al interior, en dirección al salón. Lo seguí arrastrando los pies y me dejé caer bocarriba sobre uno de los sofás. Coloqué un brazo sobre mis ojos y resoplé con fuerza.

   —Algún día de estos te ahogarás con tanto jadeo.

   Pegué un bote en mi lugar.

   —¡Joder, qué susto! —exclamé a la par que contemplaba al propietario de aquella voz.

   Dimas se carcajeó mientras acariciaba con mimo a Vaivén, que había apoyado su cabeza sobre su regazo, con el resto del cuerpo tumbado en el sofá. Ese perro era un mimoso y mi hermano le permitía subirse a cualquier cama, incluida la mía, pese a que yo me negaba en redondo.

   —¿Por qué estás enfadado ahora? —me preguntó—. ¿Alguien te ha mirado fijamente en el pasillo del instituto y te has emparanoiado?

   Puse los ojos en blanco.

   —¿Y tú qué haces aquí? ¿No deberías estar hincando los codos? ¿Hoy no hay nada que investigar o que hacer explotar?
   —Dion, Dion, Dion… No cambies de tema. Somos gemelos, compartimos un vínculo muy raro por haber compartido útero y placenta. Sé cuándo te preocupa algo; tu expresión lo deja muy claro —advirtió.
   —Métete el vínculo por el trasero, Dimas —le espeté con enojo.

Simon diceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora