Capítulo 29.

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Me encontraba tan nerviosa que mis manos empezaron a sudar, así que las limpié con la tela de mi falda. Toqué la puerta y, después de unos segundos, recibí una respuesta.

—Adelante.

Abrí con cuidado y entré con paso ligero. Aristóteles, que ojeaba un libro y tenía otro montón sobre la cama, me miró e hizo una mueca. Noté que ya no llevaba el collarín; aún tenía algunas heridas en el rostro pero eran mínimas.

—Buenas tardes —saludé con voz suave.

—Buenas tardes —me respondió con tono frío—. ¿Qué haces aquí?

—Vine a ver cómo sigues.

—Estoy bien, gracias —musitó, volviendo a fijarse en su libro—. Ya tienes tu respuesta, puedes irte.

Fruncí el entrecejo pero respiré profundo para no enojarme, no estaba ahí para confrontarlo. Aunque sí me enojó de sobremanera el saber que no olvidó a Luis, a Fiona, ni siquiera a Mindy, solo a mí.

Lancé un suspiro y me senté a su lado, en el borde de la cama. Aristóteles me vio con enojo y expresó inconformidad porque según contaminé sus sábanas pero ignoré sus reclamos.

—Aristóteles —lo interrumpí. Él me vio con fijeza—. Sé que no me crees pero soy tu novia, ya te lo han dicho tus primos...

—Otra vez con eso —masculló, tocándose el puente de la nariz—. Mira, no sé qué ganas con ayudarles en su bromita, a menos que seas una cazafortunas, pero ya déjalo, por favor.

Mordí el interior de mi mejilla y negué con la cabeza.

—No es una broma, en verdad soy tu novia.

—No te creo. —Aplané los labios y tomé su mano derecha con las mías—. Hey, ¿qué haces?

—Tal vez no me recuerdes porque ya no hemos pasado tiempo juntos pero es hora de que lo hagamos.

—¿A qué te refieres? —Me vio con duda.

Coloqué su mano encima de mi pierna, cerca de mis glúteos, estaba segura que eso lo haría recordar. Aristóteles se ruborizó por completo y me vio como si me hubiera salido un brazo extra.

—Mi amor, puedes tocarme donde tú quieras. —Puse un tono de voz sugerente y me acerqué a su oreja para susurrarle—. Y hacerme lo que quieras también. Sométeme, azótame, soy tuya.

Saqué la lengua para darle una pequeña lamida. Tenía mucho que no pasaba tiempo a solas con él y me emocioné de más, no recordé que mi novio podía ser muy decoroso en esos asuntos. Fue demasiado para él, pues me tomó de los hombros y me empujó, logrando tirarme al suelo.

—¡Quítate de encima, loca!

—¡¿Qué?! —Alcé la voz con enojo—. No, bueno, es que se me había olvidado que eres un virginal, cabrón.

—¡Tú eres una niña loca! Y ofrecida —agregó; aún no se le quitaba el color rojo de las mejillas.

Abrí la boca con indignación.

—Es que tus primos ya habrían intentado algo —mascullé.

—Pues vete con ellos, órale.

—Pues eso haré, ¡pero no quiero reclamos cuando recuperes la memoria! —Me levanté y di un zapatazo.

—Ni al caso, ya vete.

Lo miré con furia y salí de su cuarto azotando la puerta. Bajé las escaleras con rapidez y fui a la sala de estar, donde Adonis seguía hablando con el mayordomo.

Tres perfectos arrogantes © |Completa|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora