Capitulo 1

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Cuando Elena contaba que era una cazavampiros, la primera reacción de la gente era, invariablemente, quedarse boquiabierta. Luego preguntaban: «¿Vas por ahí clavándoles estacas afiladas en sus malvados y corruptos corazones?».
Vale, tal vez esas no fueran las palabras textuales, pero el significado era el mismo. Y eso hacía que deseara encontrar al primer imbécil que se había inventado ese cuento, allá por el siglo XV, para exterminarlo a él. Aunque lo más probable era que los vampiros ya se hubieran encargado de ese asunto... después de que los primeros acabaran en lo que por aquel entonces fuera algo así como una sala de urgencias.
Elena no les clavaba estacas a los vampiros. Los rastreaba, los metía en una bolsa y se los devolvía a sus amos: los ángeles. Algunas personas la consideraban una cazarrecompensas, pero, de acuerdo con su tarjeta del Gremio, tenía «Licencia para Cazar Vampiros y Otros Varios», lo que la convertía en una cazadora de vampiros con los beneficios correspondientes, incluida una prima por peligrosidad. Esa prima era muy cuantiosa. Debía serlo para compensar el hecho de que algunas veces los cazadores acababan con la yugular desgarrada.
Aun así, Elena decidió que necesitaba un aumento de sueldo cuando el músculo de su pantorrilla empezó a protestar. Llevaba dos horas metida en el estrecho rincón de un callejón del Bronx; era una mujer demasiado alta, de pelo rubio casi blanco y ojos de un gris plateado. Lo del pelo era un incordio. Según Ransom, un amigo suyo (aunque no siempre), era como llevar un cartel que anunciaba su presencia. Puesto que los tintes no le duraban más que un par de minutos, Elena poseía una estupenda colección de gorritos de lana.
Sentía la tentación de taparse la nariz con el que llevaba puesto en ese momento, pero tenía el presentimiento de que eso solo intensificaría el hedor del «ambiente» de aquel húmedo y oscuro rincón de Nueva York. Lo que la llevó a pensar en las ventajas de los tapones nasales...
Algo se agitó detrás de ella.
Se dio la vuelta... y se encontró cara a cara con un gato al acecho cuyos ojos emitían un resplandor plateado en la oscuridad. Tras cerciorarse de que el animal era lo que parecía, volvió a concentrarse en la acera mientras se preguntaba si sus ojos tendrían un aspecto tan raro como los de aquel gato. Era una suerte que hubiera heredado la piel dorada de su abuela marroquí, ya que de lo contrario habría parecido un fantasma.
—¿Dónde demonios estás? —murmuró mientras estiraba la mano para frotarse la pantorrilla. Aquel vampiro le había proporcionado una persecución animada... gracias a lo estúpido que era. El tipo no tenía ni idea de lo que hacía, por lo que resultaba un poco difícil anticiparse a sus movimientos.
Ransom le había preguntado una vez si le causaba remordimientos acorralar a vampiros indefensos y arrastrar sus penosos culos de vuelta a una vida de potencial esclavitud. Su amigo se reía como un histérico en el momento de hacer aquella pregunta. No, no tenía remordimientos. Como no los tenía Ransom. Los vampiros elegían aquella esclavitud (que tenía una duración de cien años) en el instante en que le pedían a un ángel que los Convirtiera en seres casi inmortales. Si hubieran seguido siendo humanos, si se hubiesen ido a la tumba en paz, no estarían atados por un contrato firmado con sangre. Y aunque los ángeles se aprovechaban de su posición, un contrato era un contrato.
Un destello de luz en la calle.
¡Bingo!
Allí estaba el objetivo, con un puro en la boca y hablando por el móvil. Se jactaba de que ya había sido Convertido, y de que ningún ángel remilgado iba a decirle lo que debía hacer. A pesar de la distancia que los separaba, Elena pudo oler el sudor que se acumulaba bajo sus axilas. Su condición vampírica no había evolucionado lo suficiente para derretir la grasa que lo envolvía como una segunda piel... ¿De verdad aquel tipo creía que podía librarse del contrato con un ángel?
Menudo imbécil.
Elena salió de su escondite, se quitó el gorrito de lana y lo guardó en el bolsillo de atrás de los pantalones. El cabello cayó con suavidad sobre sus hombros, extraño y brillante. No suponía un riesgo. Aquella noche no. Tal vez fuera famosa entre los lugareños, pero aquel vampiro tenía un marcado acento australiano. Había llegado hacía poco de Sidney... y su amo lo quería de regreso allí de inmediato.
—¿Tienes fuego?
El vampiro dio un respingo y dejó caer el teléfono al suelo. Elena reprimió el impulso de poner los ojos en blanco. El tipo ni siquiera estaba transformado por completo: los colmillos que había enseñado al abrir la boca por la sorpresa apenas eran dientes de leche. No era de extrañar que su amo estuviese cabreado. Aquel idiota debía de haber huido después de tan solo un año de servicio.
—Lo siento —dijo ella con una sonrisa mientras el vampiro recogía el teléfono y la recorría con la mirada. Elena sabía lo que él veía: una mujer sola, con el cabello rubio platino típico de las tontitas, ataviada con pantalones de cuero negro y una camiseta de manga larga ceñida del mismo color, sin armas a la vista.
Puesto que era joven y estúpido, la imagen lo tranquilizó.
—No pasa nada, encanto. —Se metió la mano en el bolsillo para sacar el mechero.
Fue entonces cuando Elena se inclinó hacia delante y se llevó la mano a la espalda, bajo la camiseta.
—Mmm... El señor Ebose está muy decepcionado contigo.
Sacó el collarín y se lo colocó antes de que él pudiera procesar el significado de aquella reprimenda pronunciada con voz ronca. Se le pusieron los ojos rojos, pero en lugar de gritar, se quedó calladito donde estaba. El collarín de los cazadores conseguía congelar a aquellos tipos de algún modo. El vampiro tenía el miedo pintado en la cara.
Habría sentido lástima por él de no haber sabido que había desgarrado cuatro gargantas humanas mientras escapaba. Aquello era inaceptable. Los ángeles protegían a sus sirvientes, pero incluso ellos tenían sus límites: el señor Ebose le había dado autorización para utilizar cualquier método y la fuerza que fuera necesaria para atrapar a aquel renegado.
En aquel momento, Elena dejó que el vampiro se diera cuenta de aquello, que supiera que estaba dispuesta a hacerle daño. Su rostro perdió el poco color que había conseguido conservar. Ella esbozó una sonrisa.
—Sígueme.
El vampiro trotó tras ella como una mascota obediente. Cómo le gustaban los collarines... A su mejor amiga, Sara, le encantaba disparar a sus víctimas con flechas cuyas puntas contenían el mismo chip de control que hacía que los collarines fueran tan efectivos. En el instante en que tocaban la piel, el chip emitía una especie de campo electromagnético que provocaba un cortocircuito temporal en los procesos neuronales del vampiro, lo que convertía al objetivo en un sujeto fácil de sugestionar. Elena no sabía cómo funcionaba a nivel científico, pero conocía las limitaciones y las ventajas de su método de captura favorito.
Sí, debía acercarse más a sus presas que Sara, pero no tenía tantas probabilidades de fallar y darle a un transeúnte inocente. Algo que a Sara le había pasado una vez. Le había costado medio año de sueldo resolver el pleito. Los labios de Elena se curvaron en una sonrisa al recordar lo mucho que le había cabreado a su amiga fallar aquel disparo. Abrió la puerta del acompañante del coche que había aparcado cerca.
—Entra.
Al vampiro bebé le costó un verdadero esfuerzo meter su obeso cuerpo dentro del coche.
Tras cerciorarse de que se había abrochado el cinturón, Elena llamó al jefe de seguridad del señor Ebose.
—Lo tengo.
La voz al otro lado de la línea le dio instrucciones de dejar el paquete en una pista de aterrizaje privada.
Sin sorprenderse lo más mínimo por el lugar escogido, colgó el teléfono y empezó a conducir. En silencio. Habría sido una estupidez intentar entablar una conversación, ya que el vampiro había perdido su capacidad de hablar en cuanto le puso el collarín. La mudez era uno de los efectos colaterales del control neural creado por el instrumento. Antes de que se inventaran los aparatos con chip, la profesión de cazador de vampiros era bastante suicida, ya que incluso los vampiros novatos podían hacer trizas a un humano. Por supuesto, según las últimas investigaciones, los cazadores de vampiros no eran del todo humanos, pero aun así lo parecían bastante.
Cuando llegó al aeropuerto, atravesó la zona de seguridad y se dirigió a la pista de asfalto. El equipo encargado de escoltar al vampiro de vuelta a Sidney la esperaba junto a un lustroso jet privado. Elena les llevó el tipo que había capturado, pero ellos le indicaron con un gesto de la cabeza que lo metiera dentro. Debía depositar el paquete personalmente, ya que ellos no tenían licencia para manejarlo en aquel punto del viaje. Como era de esperar, el señor Ebose contaba con buenos abogados. No pensaba correr ningún riesgo que pudiera acarrearle acusaciones de la Sociedad Protectora de Vampiros.
Aunque en realidad la SPV jamás había conseguido llevar adelante ninguna de sus acusaciones de crueldad contra los vampiros. Lo único que los ángeles tenían que hacer era mostrar fotos de humanos con la garganta destrozada para que el jurado no solo estuviera dispuesto a absolverlos, sino también a darles una medalla.
Elena subió la escalerilla con el vampiro y lo guió hasta el enorme cajón de madera que había al fondo de la cabina de pasajeros.
—Adentro.
El tipo se metió en el cajón y después se volvió hacia ella. El terror que manaba de su cuerpo ya le había empapado la camisa de sudor.
—Lo siento, colega. Mataste a tres mujeres y a un anciano. Eso inclina la balanza de la compasión hacia el lado contrario. —Cerró la tapa con fuerza y le puso el candado. Llevaría puesto el collarín hasta Sidney, donde, de acuerdo con el protocolo establecido para los aparatos con chip, el artefacto sería devuelto directamente al Gremio—. Ya está listo, chicos.
El jefe de los guardas (los cuatro la habían acompañado al interior del avión) la recorrió de arriba abajo con unos peculiares ojos azul turquesa.
—Ninguna herida. Impresionante... —Le entregó un sobre—. Ya se ha hecho la transferencia a su cuenta del Gremio, tal como se acordó.
Elena comprobó el formulario de confirmación y enarcó las cejas.
—El señor Ebose ha sido de lo más generoso.
—Es un extra por haber capturado al objetivo ileso antes de tiempo. El señor Ebose tiene algunos planes para él. El viejo Jerry era su secretario favorito.
Elena se estremeció. El problema de ser casi inmortal era que podían hacerte un montón de cosas sin que murieras. En una ocasión había visto a un vampiro al que le habían amputado todas las extremidades... sin anestesia. Cuando la unidad de rescate del Gremio lo liberó de las garras del grupo racista que lo había secuestrado, el tipo ya había perdido la razón y la cordura. Pero había un vídeo. Así fue como supieron que el hombre torturado había permanecido consciente todo el tiempo. Elena tenía la certeza de que los ángeles no se lo habían enseñado a los montones de solicitantes que querían Convertirse.
Aunque bien pensado, quizá sí que lo hicieran.
Los ángeles solo Convertían a unos mil vampiros al año. Y por lo que ella sabía, los aspirantes ascendían a centenares de miles. No entendía por qué. En su opinión, la inmortalidad tenía un precio demasiado alto. Era mejor vivir libre y convertirse en polvo cuando llegara la hora que acabar dentro de un cajón de madera a la espera de que tu amo decidiera tu destino.
Con un sabor amargo en la boca, se guardó el formulario de confirmación y el sobre en un bolsillo del pantalón.
—Por favor, agradézcale al señor Ebose su generosidad.
El guardaespaldas inclinó la cabeza, y Elena entrevió el borde de lo que supuso que sería un cuervo tatuado en su cráneo afeitado. El tipo era demasiado alto como para estar segura, pero los demás eran más bajos, y todos llevaban aquella misma marca.
—Supongo que no está comprometida. —El hombre echó un vistazo deliberado a los sencillos pendientes de aro que llevaba en las orejas.
Nada de oro de matrimonio. Nada de ámbar de compromiso. Sin embargo, no cometió el error de creer que él quería una cita. Los miembros de la Hermandad del Ala practicaban el celibato mientras estaban de servicio. Puesto que el castigo por la desobediencia era la pérdida de una parte corporal (Elena nunca había llegado a descubrir cuál), imaginó que ella no era tentación suficiente.
—No. Y también se han terminado mis compromisos laborales. —Prefería completar un trabajo antes de aceptar el siguiente. Siempre había vampiros a los que perseguir—. ¿Desea el señor Ebose que atrape a algún otro desertor?
—No. Es un amigo suyo quien requiere sus servicios. —El guarda le entregó un segundo sobre, esta vez sellado—. La cita es a las ocho en punto de mañana. Por favor, asegúrese de aparecer; el asunto ya ha sido arreglado con su Gremio y se ha hecho el depósito.
Si el Gremio lo había aprobado significaba que era una caza legítima.
—Claro. ¿Dónde será el encuentro?
—Manhattan.
Elena se quedó helada. Solo había un ángel para quien bastaba esa única palabra como dirección. Incluso los ángeles tenían una jerarquía, y ella sabía muy bien quién estaba en la cima. No obstante, el miedo desapareció tan rápido como había llegado. Era improbable que el señor Ebose, por poderoso que fuera, conociese a un arcángel, a un miembro del Grupo de los Diez que decidía quién era Convertido y quién efectuaba la Conversión.
—¿Hay algún problema?
Elena levantó la cabeza de inmediato al oír la pregunta del guarda.
—No, por supuesto que no. —Fingió consultar su reloj—. Será mejor que me vaya. Por favor, salude de mi parte al señor Ebose.
Y tras eso, abandonó los lujosos confines del jet y el hedor del miedo de su carga.
Jamás llegaría a comprender por qué Convertían a tantísimos imbéciles. Quizá, pensó, estuvieran bien al principio y solo se convirtiesen en capullos después de unos cuantos años bebiendo sangre. A saber lo que aquello le hacía al cerebro... Sin embargo, aquella teoría no explicaba lo de su última captura: el tipo tenía dos años como mucho.
Se encogió de hombros y se metió en el coche. Aunque se moría de ganas de abrir el sobre sellado, esperó a llegar a casa, a su bonito apartamento situado en el Lower Manhattan. Dado que se pasaban la mayoría del tiempo persiguiendo a escoria, muchos de los cazadores solían convertir sus hogares en refugios. Y Elena no era una excepción.
Al entrar, se quitó las botas de una sacudida y se dirigió a la fastuosa bañera con ducha. Por lo general, seguía el ritual de librarse de la mugre y aplicarse las cremas y los perfumes que coleccionaba. Ransom pensaba que esas manías femeninas suyas eran de lo más graciosas y no dejaba de tomarle el pelo, pero la última vez que abrió su bocaza, ella se la devolvió comentándole lo brillante y suave que se veía su largo cabello negro; ¿tal vez por el uso de acondicionador?
Sin embargo, aquella noche no tenía ni paciencia ni ganas para mimarse. Se desnudó, se frotó con rapidez para librarse del hedor a vampiro cagado de miedo, se puso un pijama de algodón y se cepilló el pelo mientras preparaba café. En cuanto estuvo hecho, llevó la taza hasta la mesita de café, la depositó con cuidado sobre un posavasos... y cedió a las imperiosas exigencias de su curiosidad: rasgó el sobre en un segundo.
El papel era grueso; la filigrana, elegante... y el nombre que había al final de la página resultaba lo bastante aterrador para hacerle desear empaquetar todas sus cosas y salir de allí pitando. Hacia el agujero más diminuto y lejano que pudiera encontrar.
Sin poder creérselo, recorrió la página con la mirada una vez más. Las palabras no habían cambiado.
Sería un honor para mí que se reuniera conmigo para desayunar, a las ocho en punto de la mañana.
RAFAEL
No había ninguna dirección, pero no era necesaria. Alzó la vista para contemplar la columna iluminada de la Torre del Arcángel a través del gigantesco ventanal que había hecho que aquel apartamento fuera ridículamente caro... y atractivo. Uno de sus placeres secretos era sentarse allí y ver a los ángeles alzar el vuelo desde las terrazas más elevadas de la Torre.
Por la noche, parecían sombras suaves y oscuras. Durante el día, sin embargo, sus alas brillaban bajo el sol y sus movimientos resultaban increíblemente elegantes. Iban y venían a lo largo de toda la jornada, pero a veces los veía sentados en aquellos altísimos balcones, con las piernas colgando en el vacío. Suponía que éstos eran los ángeles más jóvenes, aunque «juventud» fuese un término relativo.
Aunque sabía que la mayoría de ellos eran muchas décadas mayores que ella, aquella imagen siempre le arrancaba una sonrisa. Era la única vez que los veía comportarse de una forma que podría considerarse normal. Por lo general, eran fríos y distantes, tan por encima de los insulsos humanos que no podían comprenderlos.
Al día siguiente ella también estaría allí arriba, en aquella torre de luces y cristal. Aunque no iba a reunirse con uno de aquellos ángeles jóvenes y accesibles. No, al día siguiente se sentaría frente al arcángel en persona.
«Rafael.»
Elena se inclinó hacia delante con el estómago revuelto.

El Angel Caído ( Libro I )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora