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Cuan árida resultaba el sendero por el cual Kazutora Hanemiya se abría paso, bañado en lamentaciones y unlamentos infinitos. Cual decantado eslabón de su desgracia, sus extremidades se desplazaban con vacilante titubeo, su aliento, lánguido y vacío, abrigaba un eco siniestro y despiadado. La maldición de la despedida y el ruego de perpetuas promesas se adherían tenazmente a sus pensamientos, convirtiéndose en la funesta sinfonía que desgarraba su psique, sometiéndolo a una implacable esclavitud existencial. Para el infortunado Kazutora, cada paso que se aventuraba a dar era una pugna contra el colorido abismo que se abría orgulloso frente a sus ojos, recordándole con impasible ironía que en esta dolorida existencia, solo la muerte se levantaba como refugio último y escueto.
La insignificancia y la flaqueza parecían cobrar vida en las fibras de su ser, impeliéndolo a desacelerar sus pasos y deshojar la cerúlea flor de la angustia que colonizaba su espíritu. Sus ojos, valles de lágrimas surreales y desmesuradas, exploraban con avidez expectante la figura de su amado Baji, anhelando encontrar su rostro, incluso si aquel encuentro se configuraba con un cuerpo ya inerte. En busca de una conexión nebulosa y quebrantadiza con su amado, la figura de Baji, lánguido y desvalido, portando consigo el peso de un arma mortal, se había inscrito en la encrucijada de su memoria, incrustada cual tatuaje temerario en lo más profundo de su ser. La culpa, voraz caracol que pululaba sus hombros, mosqueado por el viento del remordimiento, se mezclaba intrínsecamente con la pena inconsolable de una pérdida irremediable.
Conforme continuaba su travesía por los recodos del sendero, la opacidad ambulante adoptaba la forma de corpulentos árboles, cuyas sombras, diligentes y voraces, parecían estirarse con impúdica avidez, rodeándole sin piedad alguna. En esa danza macabra, cada hoja seca que crujía bajo sus pasos, cual mensaje tremebundo del destino, abalanzábase con los siseos de una cruel y sutil advertencia: el pasado era inmodificable, los yerros cometidos irreparables. La carexistencia, en abrazo jaspeado por lo eterno, reafirmaba con rítmico ímpetu la implacabilidad de la verdadora realidad fatídica que se alzaba imponente frente a su moribundo corazón, pulsando al unísono con la agonía de contemplar la fugacidad ineludible de una pérdida sin retorno.
El deleite visual que se le presentó a Kazutora se reveló como una cristalización del ser, lamentándose en la errancia infinita de su existencia. Un hilo opresivo se embriagó en su garganta, evidenciando cómo las palabras se resistían a brotar y cómo su voz se convertía en un hilillo tembloroso y lánguido. En medio de un torbellino de emociones desatado y una desesperación inexorable, comprendió que se encontraba desprovisto de los recursos eficientes. No existían encantamientos capaces de restituir el esplendor en la mirada de Baji, ni abrazos lo suficientemente íntegros como para difuminar la angustia que lo devoraba.
Los sortilegios más mágicos y enigmáticos jamás concebidos se rendían impotentes ante la imposibilidad de devolver el resplandor irradiante a los ojos de Baji, o de conjurar su oscuro abatimiento. Incluso los abrazos más cálidos y plenos de cariño, repletos de esa energía sanadora que solo el amor puede brindar, resultaban insuficientes para disipar esa angustia profunda, como una sombra implacable que consumía sin tregua ni misericordia cada fibra de su ser.
En los estertores postreros de Kazutora, cuyo aliento se extinguía como un grito apagado en el abismo de su propio ser, se ratificaba irrefutablemente su inmensa impotencia, mientras sus ojos se mantenían fijos en la figura de Baji con una mágica profundidad digna de las páginas cervantinas. Aquella detonación, cuyo eco retumbó con fuerza en la negrura nocturna impregnada de penumbra, se transformó en un trayecto distante y despiadado, atravesando el alma con una cruel y desgarradora intensidad.
El espíritu del atribulado Kazutora se desgarraba en una agonía dolorosa e insostenible, mientras contemplaba con angustia cómo el cuerpo inanimado de su querido compañero se desplomaba sobre la silla, adquiriendo una apariencia inerte y fría, como el mármol más imperturbable de una escultura privada de vida.
El mundo se detuvo en un instante de eternidad. El viento pareció contener la respiración en un silencio sepulcral, y todo a su alrededor se volvió oscuro y frío. Una nube de desesperanza cubrió el horizonte, como si el universo entero se hubiera pintado de negro para llorar junto a ellos.
Kazutora, con un corazón roto y un alma desgarrada, se arrodilló con lentitud junto al cuerpo sin vida de su amigo, cada centímetro de su ser vibrando con dolor y angustia. Sus lágrimas, mezclándose con la sangre de su amado Baji, parecían flotar en el aire como símbolos de un amor perdido y una amistad truncada. En ese preciso instante, su existencia perdió todo sentido, y su corazón se volvió un páramo desolado en el que ningún rayo de luz podía penetrar.
Y así, Kazutora Hanemiya se hundió en el abismo de la tristeza más profunda y oscura, llevando consigo el recuerdo de su querido Baji.

Bittersweet events (Hanemiya Kazutora)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora