Mirva

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Hace mucho tiempo en lo profundo del bosque, vivía una anciana que conocía los secretos de la tierra, las plantas y las estrellas. Mirva, como se hacía llamar, siempre había estado sola, en austera comunión con el entorno natural, acercándose únicamente a la civilización, cuando así era requerido por las vicisitudes de su avanzada edad. Gozaba de una inusualmente aguerrida salud, para una mujer anciana y todos en el pueblo hace años que murmuraban que Mirva escondía quizás, un oscuro secreto con el que podía sobrellevar tales prodigios sobre el paso del tiempo. En las escasas ocasiones que mantenía alguna suerte de comunicación con algún viajero del bosque, Mirva concluía con rudeza la conversación, mostrando de esta manera su aplastante rechazo por cualquier iteración social. Era a todos los efectos una anatema, con una marginación autoimpuesta y un evidente malestar por la presencia de otras personas.

Aunque muchos no podían comprender y quizás por eso la temían y odiaban a partes iguales, cuál era la naturaleza del secreto de su asombrosa capacidad de supervivencia en solitario, la respuesta era que Mirva no sobrevivía. Mirva vivía, sin más pretensiones que el deleite de su propia compañía. Por este motivo, al enturbiar sus auto-percibidos sagaces pensamientos con las turbulencias de otros ajenos, Mirva ejecutaba su plan de rechazo.

El miedo.

Los repelentes, patéticos habitantes de la aldea temían a la oscuridad. Ignorantes en su gran conjunto que la oscuridad es una fuerza que ampara a los débiles y fortalece a los pacientes. Y Mirva era paciente, pues los años pasan en una escala distinta de aquellos que no se rebajan a placeres tan indignos como la calefacción del hogar, el agua corriente o saludar a un vecino, cumpliendo alguna ordalía social que demuestre que la sociopatía es una opción, siempre que se esconda.

Mirva era honesta en su planteamiento; una vida frugal en soledad.

No necesitaba que otro procurara su sustento, pues cazaba y recolectaba yerbajos, zarzamoras y artemisas. No necesitaba el candor de una pareja, pues desprovista de lívido, carecía de tales necesidades. No necesitaba una conversación, porque era inigualable en ingenio. Y si su entorno se deterioraba por el clima, sabía confeccionar y usar herramientas para enmendar cualquier daño infligido por las estaciones.

Para el resto, Mirva solamente se etiquetaba en un apelativo irrevocable del imaginario colectivo:

-"¡Bruja! ¡Bruja!" - gritaban los mozuelos al verla pasar.

En su fuero interno siempre sintió un placer insano en devolverles la ofensa con algún latinajo mal entonado, con la voz de quién abusa del té de cardo y fingiendo que algún maleficio taimado les traería desgracias. Después, arrojaría quizás alguna pluma de cuervo a los piés mientras escupía y castañeaba los dientes.

Innegable la sonrisa de satisfacción al ver huir a los zagales.

Entonces volvía ufana con sus pertinaces pensamientos. Planificaba con esmero la dieta de la semana, las rondas de las trampas de liebre y garduñas, la colecta de hongos, los rezos.

Sí, los rezos.

Rezaba al Príncipe de la Oscuridad. Aquel tan temido por sus paisanos que la exoneraba de la losa constante de amar al prójimo. Y aún así, de todos los habitantes de la aldea, a ninguno hacía daño; respondía con mesura y proporcionalidad a todos. Se guardaba sus opiniones. Jamás ofrecía su ayuda pero tampoco la solicitaba. Jamás retribuía con rencor cuando era víctima del desprecio. Y siempre mantuvo erguida su barbilla, ignorando a los intolerantes que no aceptaban su forma de vida.

Mirva siempre luchó en su fuero interno ante la incongruencia de la terrible afrenta a la que otros apelaban, por mantener una vida de libertades sin dañar a sus congéneres, que tantos esfuerzos imprimían en ganarse su odio.

Ella, al contrario que las gentes de la aldea, no tenía depositario de sus intrigas. Al carecer de aspiraciones, no medraba a costa del sudor de otros. Al eliminar de su alma las pretensiones de grandeza, no fanfarroneaba ni desperdiciaba sangre ni lágrimas por cosechar atención o fama. Mirva era perfecta, única, libre y sobre todas las cosas; digna.

Pero esta no es la historia de Mirva, querido lector.

Este es el acta, de un caballero de la orden de las Sombras, que lleva una máscara de hidalgo competente y jurista de renombre. Un mero contemplador de los pecados de la humanidad.

Mirva fue un simple episodio que reseña un resquicio de la podrida civilización hipócrita de los humanos. Un ejemplo de que no está permitido vivir en paz, ya que cuando un individuo alcanza una notable, quizás agradable plenitud, el colectivo, receloso encuentra un pecado imperdonable.

Quiero resaltar, que Mirva fue dicho individuo. No tenga el lector duda alguna que Mirva hubiera persistido por los siglos de los siglos, en su cabaña en lo profundo del bosque, consumiendo hongos y raíces sin dañar a ningún habitante de la aldea. Y esta existencia hubiera perdurado más si cabe, por la intachable doctrina y determinación de la anciana.

Pero se interpuso la voluntad de los indignos. El credo de los cobardes que se escudan en la sociedad, como ejecutor invisible de un castigo del que ninguno se responsabiliza y cuyos valores nunca son sometidos a reflexión, pues hacerlo te ubica en el banquillo del acusado.

La turba exigió la muerte de Mirva.

Primero desalojaron a la anciana de su morada. La excusa fue su herejía. Después la arrastraron por sendas pedregosas, para que su ajada y venerable piel se desprendiera de sus carnes doloridas y contusionadas. Atada con sogas y con cencerros (para evitar los malos espíritus) terminaron arrojándola a un pozo que denominaron sacro, pues habían vertido las aguas de su iglesia.

Aguas con las que se ungían la frente para purgar sus conciencias, como el enfermo que toma analgésicos pero no cuida sus lesiones.

Allí yacía Mirva, fetal, semidesnuda, herida de muerte.

-"¡¿Qué dices ahora, bruja!? ¡Ya no te ríes!" - espetó un muchacho.

-"Ni matar sabéis." - murmuró antes de morir.

Las raíces se cerraron en torno a su cuerpo y la putrefacción emanó de la poza. El bosque se plegó sobre sí mismo y por poco succiona a algunos de los verdugos. De la sima manó un icor turbulento y hediondo.

Años más tarde, acuciados por un desagradable hedor del pantano que brotó de aquel lugar, los habitantes decidieron quemar la ciénaga y todos sus árboles negruzcos.

El fuego se propagó por el bosque, el icor untuoso brillaba con las llamas del infierno. Todo ardió.

Casas, niños, iglesia. El agua putrefacta era tan inflamable como la vanidad de los corazones de quién se vengaba.

El fuego precedió al humo y después vino el silencio.

Los cuentos de la Orden de las SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora