1. Rugidos

427 7 0
                                    

Hacía ya un par de horas que Clara debería haber terminado su turno. Por una vez, se planteó la posibilidad de comer fuera de casa. Sentada en su escritorio, en la soledad de su oficina, se debatía interiormente, jugueteando con unos clips. Sus compañeros ya se habían ido y no tardarían mucho en volver del descanso. Normalmente, en estas circunstancias, Clara siempre optaba por regresar a casa para compartir el almuerzo con Manuel. Pero una prolongada llamada con un cliente la había retrasado más de lo previsto, dejándola sola y sin opciones. Ni siquiera su compañera Sofía, que la había invitado en innumerables ocasiones a probar ese nuevo restaurante japonés, estaba hoy para acompañarla.

En su interior, Clara reconocía un patrón preocupante. A lo largo de los meses, había ido rechazando sistemáticamente los planes propuestos por sus compañeros. Comidas, cenas, incluso eventos sociales fuera del horario laboral. Siempre había una excusa, siempre había algo que hacer o alguien a quien atender. Se preguntaba si esta tendencia de aislamiento sería un reflejo de su cada vez más demandante vida laboral, o simplemente el resultado de su creciente necesidad de soledad.

Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Las agujas marcaban las 15:55. Solo disponía de cuarenta minutos para comer. La idea de una comida rápida y solitaria en vez de un almuerzo tranquilo en casa la llenó de un sentimiento extraño. El hambre, que hasta ahora había estado en un segundo plano, decidió hacerse notar con un rugido ensordecedor en su estómago. Sus mejillas se enrojecieron y de forma casi automática lanzo sus manos hacia su vientre para intentar callar, de alguna manera, ese sonido. Acto seguido, levanto su cara asustada en busca de algún testigo, de alguien que pudiera haberla escuchado. «Clara, por favor» - se dijo a si misma, como intentando reprimir su propios impulsos físicos.

Se levantó de su asiento y, agarrando su bolso, salió de la oficina hacia el ascensor. Las cámaras de seguridad la perseguían. La empresa llevaba muy enserio eso de quedarse a solas en el despacho. Sus tacones retumbaban entre los pasillos vacíos del edificio. Una impresora sin papel acompaña los sonidos con un pitido incesante, alertando de la emergencia de su inutilidad. Una vez en el elevador, aprovechó para mirarse al espejo.

Lo primero que pensó:

«Que sucio está. A ver cuando limpia esto el gandul del conserje.» - Así era Clara.

Lo segundo:

«Que pelo... »

Su pelo rubio, natural, que le daba ese aspecto noruego, (a pesar de ser de Móstoles) normalmente alisado gracias a una intensiva rutina de planchado matutino, ahora estaba encrespado y despeinado. Esa llamada con la cliente había hecho estragos en su cabellera a fuerza de incrustar su mano en señal de desesperación. Se fijó en que su camisa estaba un poco arrugada por la espalda de tanto tiempo sentada. Se miro las mejillas en su tez blanquecina, tan necesitada de un moreno vacacional, pero aun enrojecida por la vergüenza repentina y por el calor incipiente de la calle. Se percató de que aún llevaba las gafas puestas. En un impulso fue a sacar el estuche para guardarlas, pero por una vez, pensó: me las voy a dejar puestas.

Cuando salió a la calle el sol caía a plomo sobre los hombros de Clara. La acera estaba desierta, y todo el mundo parecía refugiarse en sus casas. Los cristales se le empañaron por el calor.

Refugiándose entre la sombra de los arboles, pasó por delante de varias cafeterías y restaurantes, cada uno con su propia esencia y encanto, pero ninguno logró atraerla. Algunos eran demasiado ruidosos, otros demasiado concurridos. Algunos simplemente no ofrecían lo que tenía en mente, es decir, ese algo especial que ella buscaba. Este era un día inusual, un día en que Clara había decidido romper su rutina y comer fuera, tenía que ser algo especial, tenía que valer la pena. Manuel le había preparado una ensalada griega y una tortilla de patatas. No es que a ella le desagradara, pero la alternativa a ese manjar que había dejado en casa debía de superarlo para que mereciera la pena.

Había una exigencia implícita en esta situación: la comida fuera de casa debía ser un deleite, una experiencia, no simplemente un acto de consumir nutrientes. A Clara se le hacía la boca agua

Finalmente, su mirada cayó sobre una galería comercial al final de la calle. No era un restaurante en sí, pero sí un lugar lleno de diversas opciones culinarias. ¿No sería eso ideal? ¿No proporcionaría eso la variedad y elección que deseaba? Se encontró autoconvenciéndose de las ventajas de tal opción. Sí, ciertamente sería más ruidoso y probablemente más concurrido que un restaurante individual, pero la variedad de opciones sería amplia y la elección sería suya.


Sólo un poco - [Feederism] ESPDonde viven las historias. Descúbrelo ahora