PRÓLOGO

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La sangre caía por mis labios luego de recibir el bofetón de mi esposo. El dolor era algo con lo que estaba familiarizada luego de seis años de casados, el repugnante hombre no hacía más que descargar su ira en mí y el hecho de que aún no pudiera darle un hijo lo enfurecía aún más.

El vizconde Criveland era un esposo despreciable, no solo por su aspecto desagradable, sino también por los constantes maltratos y prohibiciones que imponía. Yo solo tenía veintiún años y ya había sangrado el dolor de todos mis años de edad. Mi padre vio conveniente casar a su hija mayor con un despreciable que buscaba un tratado y al parecer mi progenitor vio eso como la excusa perfecta para deshacerse de mí, el desprecio repentino de este hacia mí no fue nada fácil de ocultar, podría ser que ni siquiera lo intentara.

—Te he dicho más de una vez que no te acerques a la servidumbre —espetó tirándome al suelo ante la mirada preocupada de mi doncella —. Creo que deberé dejártelo más claro, sabandija idiota.

Sacó su cinturón y los latigazos en todo mi cuerpo iniciaron, si bien siempre procuraba no lastimar mi cara, había veces en las que era casi imposible de evitarlo, el vizconde no medía su ira y golpeaba a mano firme sin percatarse donde caía el látigo. El ardor en mis piernas y estómago no se hizo esperar, grité pidiendo piedad, pero no le importó. No se detuvo a pensar en aquel pequeño que apenas hace dos meses crecía en mi vientre, luego de esto era más que probable que lo perdiera como los tres anteriores.

—Piedad, mi señor —pedí entre lágrimas cubriendo mi vientre con mis brazos.

—¡Vete de mi vista!

Sin pensarlo más, salí del lugar con la ayuda de mi doncella. Mirabella había curado mis heridas día tras día durante todos estos seis años.

—Está sangrando, mi señora —dijo aterrada.

Mi vista fue a la parte inferior de mi vestido y era evidente como la sangre manchaba la blanca tela. Lo estaba perdiendo, nuevamente mi marido me arrebataba un pequeño que tanto anhelaba.

—Llamaré al doctor —exclamó la pelinegra.

—No hace falta, dirá lo mismo que las otras veces —El dolor en mi voz era notable —. Ayúdame a expulsarlo, ya lo hemos hecho antes.

Mirabella asintió y me hizo sentar. Tomó mi mano firmemente esperando a que eso me diera el apoyo que no recibía de mi cónyuge. Permití que el aire llenara mis pulmones y pujé, mis gritos resonaban por la mansión, pero al parecer no era tan importante para Criveland.

—¿Se encuentra bien, mi señora? —preguntó un lacayo entrando alarmado al dormitorio.

Al ver la escena me dedicó una mirada triste y se acercó a brindarme su apoyo. La servidumbre —como la llamaba mi esposo— era la única familia que tenía en este lugar, me había encargado de convivir y velar por sus necesidades desde el día que puse un pie en esta casa y ellos habían decidido cuidarme cada que lo requería.

—Gracias, Roland —dije apretando su mano al sentir una corriente de dolor atravesar mi columna.

Fue así como mis gritos atrajeron a todos mis amigos al lugar. Dándoles una última mirada llena de cansancio, dejé que el último esfuerzo expulsara lo que faltaba de mi hijo. Observé el bulto sangriento en las manos de Mirabella y recosté mi débil cuerpo en el hombro de Roland, así fue como mis ojos se cerraron poco a poco hasta dejarme envuelta en la oscuridad y el latente dolor físico y emocional que no podía eliminar.

(...)

Al abrir mis ojos la noche ya estaba más que avanzada; Estaba sola en la habitación, agradecía que él no estuviera a mi lado porque no podría ver su rostro sin pensar en el daño que me causaba. El dolor en mi cuerpo no pasó desapercibido, alcé mi nueva vestimenta y vi las moradas marcas en mi piel, quería tocarlas, pero sabía de mala gana que eso solo incrementaría el dolor. Me puse de pie y apoyándome en las paredes caminé a las cocinas en busca de agua, mi garganta estaba más que seca.

Alguien a quien amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora