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Aun recuerdo la primera vez que extrañé la simpleza antes de la fama. No pasó cuando los periodistas difundieron mentiras absurdas sobre mí, como que Eddie era mi amante y real padre de mis hijos o que Daisy era mi mayor enemiga, tampoco fue cuando mis malas decisiones me explotaron en la cara y estuve a punto de perder todo lo bueno que había ganado. Siendo completamente honesta, viví muchos años en negación, pensando que todas mis acciones habían sido las correctas y que la capacidad de corregir todo lo roto no existía en lo absoluto. Que todo estaba bien porque tenía a Warren cada noche pasando los dedos entre mi cabello para que me durmiera y a un par de lindos niños peleándose por el control remoto y la atención de Chispitas.
Me volví dependiente a eso, a la dulzura de su amor y lo acogedora de nuestra familia para evadir que mi corazón en el fondo sufría y se le caían cada vez más pedazos.
La primera vez que genuinamente sentí dolor por la pérdida de esa simpleza fue cuando estábamos enseñándole a Emma a caminar, tenía que hacer unos ejercicios que nos había recomendado el doctor y otros extraños que según Warren ayudarían porque salían en no se que libro. Me fui tan solo un segundo para buscar el peluche de oso que Daisy le había regalado porque era su favorito, pero justo cuando volví ella estaba dando un par de pasitos hacía su padre entre risas. Ambos nos emocionamos por ello...sin embargo, para mí fue más que la emoción de verla crecer y andar por primera vez por si sola. Tuve un gran deja vu.
