capitulo 2

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EL COCINERO PORTUGUÉS Y EL GRUMETE

En el reducido espacio del camarote del capitán, la señora Weldon se había
instalado con su hijo y la vieja Nan y allí mismo comía en compañía del capitán
y del primo Benedicto para el cual se había habilitado una especie de
habitáculo.
El capitán Hull se había trasladado a un camarote cercano al dormitorio de la
tripulación, destinado al segundo de a bordo, si lo hubiera habido.
Toda la tripulación, buenos y recios marinos, se conocían desde hacía mucho
tiempo y pertenecían al Estado de California Se mostraban muy obsequiosos
con la señora Weldon, ya que tenían un verdadero cariño hacia su armador.
Sólo un hombre de los que iban a bordo no era de origen americano, aunque
hablaba el inglés correctamente. Era el que desempeñaba las funciones de
cocinero, portugués de nacimiento y llamado Negoro. Era un hombre muy poco
comunicativo y parecía rehuir a todos, aunque en su oficio se desempeñaba
con suficiencia.
El capitán Hull lo había contratado en Auckland cuando el cocinero había
desertado y desde su embarque no había merecido ninguna reconvención, a
pesar de que el capitán lamentaba no haber tenido el tiempo suficiente de
informarse de su pasado, cosa importante cuando se trata de introducir un
desconocido a bordo.
El portugués era de mediana estatura, delgado, nervioso, de pelo negro y tez
morena. Podía, tener unos cuarenta años y era más bien robusto. Por algunos
detalles podía adivinarse que había recibido alguna instrucción, mas por otra
parte nunca mencionaba a su familia ni su pasado. Nada se sabía de dónde
había vivido y sólo manifestaba su intención de desembarcar en Valparaíso.
Pasaba las horas del día dentro de la cocina y por la noche volvía al camarote
que le había sido destinado en lo más apartado del barco.
Destacaba también en la goleta, el grumete, por su juventud y pasado.
Contaba quince años de edad y era hijo de padres desconocidos.
Su nombre era Dick Sand y debía de ser originario del Estado de Nueva York,
o tal vez de la misma capital de ese Estado, puesto que el apellido Sand le
había sido impuesto en memoria del sitio donde se le había encontrado, que
era el cabo Sandy-Hook, el cual forma la entrada del puerto de Nueva York en
la desembocadura del Hudson. En cuanto al nombre le había sido aplicado por
ser el de la persona que lo había recogido pocas horas después de su nacimiento.
No había duda de que era de origen anglosajón, a pesar de su tez morena y
sus ojos azules, y si bien cuando alcanzase todo su desarrollo no pasaría de
una estatura mediana, su constitución se preveía fuerte y atlética.
Su fisonomía despejada respiraba energía y su oficio de grumete le iba
preparando para las luchas de la vida.
A sus quince años era capaz de adoptar una resolución y llevar a cabo hasta el
final lo que su espíritu arrojado le indicaba. Era parco en palabras y se había
prometido hacerse a sí mismo y puede decirse que casi lo había logrado ya,
puesto que a la edad en que otros son aún niños, él era casi un hombre.
A los cuatro años aprendió a leer y a los ocho le entró la afición al mar, lo que
le hizo embarcar como grumete en un barco correo de los mares del Sur,
aprendiendo así el oficio de marino desde su más corta edad. Más tarde ejerció
de grumete en un barco mercante, a bordo del cual conoció al capitán Hull,
quien enseguida entabló amistad con el muchacho y más tarde se lo hizo
conocer a su armador. Este se interesó por el huérfano, enviándolo a San
Francisco para completar su educación.
Dick Sand durante sus estudios se apasionó por la geografía y por los viajes y
deseaba poder estudiar matemáticas, relacionadas con la navegación.
Por fin embarcó como grumete en la Pilgrim, que mandaba el capitán Hull,
interesado también en el porvenir del muchacho.
Se comprenderá, pues, la alegría del muchacho cuando supo que la señora
Weldon iba a viajar a bordo. Era prácticamente su madre adoptiva y Dick veía
en Jack a un hermanito. Sin embargo, la sana intuición del muchacho hacía
que se diese cuenta de su situación en sus relaciones con el hijo del rico
armador.
Por su parte, la señora Weldon sabía de la valía de su protegido, aquel
muchacho que con sólo quince años actuaba y pensaba como un hombre de
treinta.
Podía confiarle el cuidado del pequeño Jack, que Dick acariciaba con la mayor
ternura.
Los días iban transcurriendo y si no hubiera sido porque el clima no era muy
favorable, nadie en la goleta hubiera sabido de qué quejarse. Sólo el capitán
estaba preocupado por aquella persistencia de vientos del Este que no le
permitían orientar bien el barco. Temía encontrar más adelante, cerca del
trópico de Capricornio, las calmas que tanto contrarían a los navegantes.
Su inquietud se debía más que a otra cosa a la señora Weldon, a pesar de que
los retrasos que podían producirse eran parejos al estado del tiempo.
Una de aquellas mañanas, a las nueve, cuando Dick explicaba al pequeño Jack
que el barco no podía zozobrar aunque se trincase muy fuerte a estribor porque
estaba muy bien equilibrado, de pronto, el niño, señalando con su mano
derecha un punto en el horizonte, preguntó:
- ¿Qué es aquello, Dick?
El grumete se irguió sobre las barras. Miró con atención hacia el lugar indicado,
para gritar inmediatamente con voz fuerte:
- ¡Por estribor! ¡Un objeto en dirección al viento! ¡Por estribor!
Toda la tripulación se puso en pie y el capitán Hull, saliendo de su camarote se
dirigió a la avanzada.
Los que no estaban de guardia subieron al puente, e igualmente lo hicieron la
señora Weldon y el primo Benedicto.
- ¿Pueden ser náufragos? -preguntó la señora Weldon. El capitán Hull indicó
que a su parecer se trataba del casco de un barco inclinado sobre su costado.
El primo Benedicto aventuró que el hallazgo era un animal.
-No sería la primera vez -terminó el entomólogo- que se ha encontrado una
ballena dormida sobre la superficie de las olas.
-Es cierto -intervino el capitán-, pero ahora no se trata de un cetáceo, sino de
un barco.
Quince minutos más tarde, la Pilgrim se hallaba a menos de media milla del
casco inclinado ya que, efectivamente, se trataba de un navío que se
presentaba por el flanco de estribor. Parecía imposible que, inclinado como
estaba, pudiese nadie tenerse en pie sobre el puente. No se veía nada de su
arboladura y en la parte de estribor, entre la vigueta y los bordajes
deteriorados, se apreciaba una ancha abertura.
La impresión de los que lo contemplaban era que aquel barco había sido
abordado.
-Tal vez quede alguien a bordo -comentó la señora Weldon.
-No lo creo -contestó el capitán Hull-, ya que de ser así, se habrían dado
cuenta de nuestra presencia y nos harían alguna señal.
En aquel momento, Dick Sand reclamó silencio.
- ¡Escuchad! Oigo como el ladrido de un perro. Todos prestaron atención y
pudieron comprobar que un ladrido sonaba en el interior del casco. No cabía la
menor duda de que allí había un perro, aprisionado tal vez, porque era posible
que estuviese encerrado en las escotillas.
-¡Un perro! ¡Un perro! -exclamó el pequeño Jack.
La señora Weldon se dirigió al capitán:
-Aunque no haya ahí más que un perro, debemos salvarlo.
Unos trescientos pies separaban a las dos embarcaciones y los ladridos del
perro pudieron oírse mejor. De pronto apareció un can de gran tamaño y
empezó a ladrar con desesperación.
-¡Howik! -ordenó el capitán, dirigiéndose al jefe de la tripulación-, al pairo. Que
echen la lancha pequeña al mar.
Fue lanzada la lancha y el capitán, acompañado de Dick y de dos marineros,
se embarcó en ella.
Cuando le faltaba poco para llegar junto al casco del barco naufragado, el perro
cambió de actitud. A los primeros ladridos que parecían indicar un saludo a los
salvadores, sucedieron otros, furiosos en extremo, en tanto que una espantosa
rabia excitaba al animal.
- ¿Qué le pasará a este perro? -inquirió el capitán Hull, sin darse cuenta de
que el furor del can se manifestó precisamente en el instante en que, a bordo
de la Pilgrim, Negoro había salido de la cocina, dirigiéndose al castillo de proa.
Era inverosímil que el perro conociese o reconociese al cocinero; mas, fuese lo
que fuese, el caso es que después de haber contemplado al perro, sin
manifestar sorpresa alguna, el portugués se unió a la tripulación.
La lancha había dado la vuelta a la popa del barco inclinado, que ostentaba el
nombre de Waldeck, sin indicación del puerto a que pertenecía. No obstante, al
capitán le pareció que aquel barco era de construcción americana.
Sobre el puente no había nadie; sólo el perro, que se había desplazado hacia
la escotilla central, ladrando unas veces hacia el interior y otras al exterior.
-Este animal no está solo -observó el grumete.
-Eso parece -contestó el capitán, y añadió-: Si algunos desgraciados hubiesen
sobrevivido a la colisión, es probable que el hambre o la sed los haya hecho
perecer.
-El perro no ladraría así -observó Dick- si ahí dentro no hubiese más que
cadáveres.
El animal, a una llamada del grumete, se lanzó al agua y nadó trabajosamente
hacia la lancha. Lo recogieron, y se precipitó hacia una lata que contenía agua
dulce.
Para buscar un sitio más favorable y entrar con mayor facilidad en el barco, la
lancha se alejó algunas brazas, lo que dio lugar a que el perro, tal vez por creer
que sus salvadores no querían subir a bordo, agarrase a Dick por la chaqueta
al tiempo que sus ladridos se hacían más lastimeros.
Aquello no podía ser más claro. La lancha avanzó y a los pocos momentos el
capitán y Dick subían al puente, seguidos del perro.
La intención de los dos era arrastrarse hasta la escotilla, que aparecía abierta
entre los pedazos de los dos mástiles; pero el perro, con sus ladridos, les
indicaba otro camino. Le siguieron y trató de conducirles a la duneta, donde yacían
cinco cuerpos. A la luz que entraba por la claraboya pudo observar el
capitán que se trataba de negros.
Dick Sand creyó ver que los infortunados aún vivían.
El capitán Hull llamó a los dos marineros que cuidaban de la lancha, y entre
todos sacaron a los náufragos.
No sin trabajo y con la mayor rapidez, fueron subidos aquellos negros al puente
de la Pilgrim, donde con algunas gotas de cordial y un poco de agua vieron de
reanimarles.
El perro les había acompañado.
-Ante todo -dijo el capitán-, debemos atenderles. Cuando puedan hablar, ya
nos contarán su historia. El comandante volvió la cabeza para gritar:
- ¡Negoro!
Al oír aquel nombre, y como si se pusiera en guardia, el perro se irguió con el
pelo erizado y la boca abierta.
- ¡Negoro! -gritó de nuevo el capitán al ver que el cocinero no aparecía.
El furor del perro pareció aumentar.
Por fin salió Negoro de la cocina y apenas apareció en el puente, el perro saltó
sobre él y pretendió cogerle por el cuello.
El portugués rechazó al animal dándole un golpe con un hierro que llevaba en
la mano. Algunos marineros lograron a duras penas contener al perro, tratando
de amansarlo.
El capitán, sumamente extrañado, preguntó al cocinero:
- ¿Acaso conoce usted a ese perro?
Negoro lanzó una mirada de odio al animal antes de contestar:
- ¿Yo? ¡En mi vida lo he visto! -y girando sobre sus talones regresó a la
cocina.
Dick Sand le siguió con la vista mientras desaparecía, y pensó:
"¡Qué raro...!

Un capitán de 15 años Donde viven las historias. Descúbrelo ahora