EL PERRO DINGO
Aunque el capitán Hull sentía cierta preocupación por aquella constante calma
que le obligaría a invertir un par de semanas más en la travesía desde Nueva
Zelanda a Valparaíso, la señora Weldon no se quejaba y se tomaba con
filosófica paciencia aquel contratiempo.
La goleta, una vez reanudada la marcha, había derivado al máximo hacia el
Este.
Los cinco náufragos, que deseaban ser útiles, fueron instalados a bordo con la
máxima comodidad posible.
Cuando se trataba de realizar alguna maniobra, Tom, Austin, Bat, Acteón y
Hércules rivalizaban en ayudar a la tripulación y, ciertamente, cuando el colosal
Hércules tomaba parte en alguna maniobra, nadie más tenía que trabajar.
Aquel imponente negro era capaz de mover, él solo, todo el aparejo. El
pequeño Jack contemplaba a aquel gigante con admiración, sin tenerle ningún
miedo. Por eso no es extraño que el hijo de la señora Weldon se sintiese
contento cuando el hercúleo negro lo cogía entre sus manazas y le hacía dar
vueltas en alto.
También Dick era un gran amigo de Jack, de la misma manera que enseguida
lo fue Dingo, que a bordo se comportaba muy bien. Aquel hermoso animal
demostró pronto una particular preferencia por el pequeño, aviniéndose a que
su joven compañero le hiciese servir de caballo, montado como un jinete sobre
su robusta anatomía.
Dingo se convirtió muy pronto en el favorito de toda la tripulación. Sólo Negoro
evitaba el encuentro con el animal, cuya antipatía, en cierto modo inexplicable,
se mantenía desde el primer momento.
La señora Weldon estaba satisfecha con aquellas nuevas amistades de su hijo,
particularmente del joven grumete, del que con mucha frecuencia hablaba con
el capitán.
En una ocasión, el 6 de febrero, el comandante de la goleta le dijo a la señora
Weldon.-
-Le garantizo que este muchacho será un buen marino bien pronto. Tiene el
instinto del mar y esto suple lo que ignora todavía, por su edad, de la teoría del
oficio.
-Es un excelente muchacho -aprobó la señora Weldon-, que nos ha causado
una inmejorable ocasión desde que lo conocemos. Mi marido piensa hacerle
estudiar para que a su tiempo obtenga el título de capitán.
-Creo muy acertada esta decisión -afirmó el comandante del navío.
El primo Benedicto apareció en aquel momento, tan ajeno y absorto como
siempre a cuanto acontecía a su alrededor.
Con la mirada reseguía todos los intersticios, huroneando debajo de las jaulas
de las gallinas.
- ¿Qué busca debajo de este banco? -le preguntó la señora Weldon.
- ¡Insectos! -respondió el aludido.
- ¡Pues lo que es en el mar no acrecentará usted su colección! -aseveró el
capitán.
- ¿Y por qué no, caballero?
-Porque el capitán tiene su navío tan limpio que nada cazará en él -aseguró la
señora Weldon.
De esta manera transcurrían las interminables horas de aquella tediosa
navegación. El mar continuaba tranquilo y la calma obligaba a la Pilgrim a
detenerse. Muy poco se adelantaba hacia el Este en busca de vientos que le
fuesen más favorables.
Durante aquellas jornadas, la señora Weldon no perdía el tiempo. Enseñaba a
leer y a escribir a su hijo, cuidando de la aritmética su amigo Dick, que había
apelado a un original sistema para que las lecciones fuesen bien asimiladas por
el pequeño discípulo.
El abecedario y los números habían sido pintados en rojo sobre dados de
madera, confeccionando un abecedario móvil que el niño iba manejando
guiado por sus maestros para formar las palabras.
Un día, el 9 de febrero, por la mañana, Jack estaba tendido en el puente,
entretenido en formar una palabra que el viejo Tom debía reconstruir, una vez
las letras hubiesen sido revueltas.
De pronto, Dingo empezó a dar vueltas alrededor del niño, hasta que se detuvo
con la mirada fija, su pata derecha levantada, mientras su cola se agitaba
furiosamente. Después de algunos instantes, se arrojó de repente sobre uno de
aquellos dados y cogiéndolo entre los dientes lo colocó al lado de Jack. Aquel
cubo ostentaba una letra mayúscula: la S.
- ¿Qué te pasa, Dingo? -gritó el pequeño.
El perro, sin hacer caso, realizó por segunda vez la misma operación, cogiendo
otro dado que colocó al lado del primero. Aquel segundo cubo tenía pintada la
letra V en mayúscula.
Jack, asombrado ante aquellas maniobras, llamó a cuantos pasaban por
cubierta, para referirles lo que sucedía.
-¡Dingo conoce las letras! ¡Dingo sabe leer! -gritaba con entusiasmo.
Dick trató de recobrar los dos dados, pero el perro le mostró los colmillos. No
obstante, el grumete logró lo que se proponía y los puso de nuevo entre los
demás.
Dingo, sin vacilar, cogió las dos mismas letras y las apartó, apoyándose con las
patas delanteras en ambos cubos, pareciendo dar a entender que estaba
dispuesto a que no se los arrebatasen de nuevo.
-¡Es asombroso! -exclamó la señora Weldon.
-En efecto -intervino el capitán-, es una cosa singular - y contemplando con
atención las dos letras, añadió-: S. V.; las letras que tiene grabadas en el collar.
Entonces volvióse hacia Tom para preguntarle:
- ¿No me había dicho usted que este perro pertenecía al capitán del Waldeck?
-Sí, señor -respondió el negro-. Dingo pertenecía a nuestro capitán hacía unos
dos años, desde que lo recogió en la costa occidental de África, en los
alrededores de la desembocadura del Congo.
-O sea -comentó el capitán-, que nadie sabía de dónde procedía este perro ni
quién había sido su antiguo dueño.
-Nunca, señor. Un perro no puede dar explicaciones y no tiene tampoco
documentos.
El capitán reflexionaba.
-Estas dos letras -acabó por decir-, me recuerdan algo y me hacen sospechar
un hecho harto singular. Pueden tener un sentido e informarnos de la suerte de
un intrépido explorador.
Todos los presentes aguardaron expectantes las explicaciones del capitán.
-Hace dos años -continuó-, o sea en 1871, un explorador francés salió,auspiciado por la Sociedad Geográfica de París, con intención de atravesar
África de Oeste a Este, escogiendo la desembocadura del Congo como punto
de partida. Este viajero se llamaba Samuel Vernon.
- ¡Samuel Vernon! -repitió la señora Weldon-. Las dos iniciales que el perro ha
escogido entre todas y son las que están grabadas en su collar.
-Así es, en efecto -dijo el capitán-. Ese francés emprendió el viaje y nada más
pudo saberse de él, lo que hizo suponer que no pudo llegar a la costa oriental,
bien por haber caído prisionero de los indígenas, bien porque la muerte le
sorprendiese en la expedición.
-Y entonces ese perro...
-Ese perro debe de haberle pertenecido y, con más suerte que su amo, logró
volver al litoral del Congo donde fue recogido por el capitán del Waldeck,
suponiendo, claro está, que mi hipótesis sea cierta, y teniendo en cuenta que
estos hechos se produjeron en la misma época. Pero, sea como sea, lo cierto
es que Dingo conoce las letras S y V, que son las iniciales del nombre y
apellido del viajero francés.
Entretanto, nadie había reparado en que Negoro había aparecido en el puente,
dirigiendo al perro una mirada especial. Fue Dingo quien señaló la presencia
del cocinero con un movimiento de extremo furor. Negoro, sin poder ocultar un
gesto de amenaza hacia el perro, regresó a la cocina.
- ¡Algún misterio existe en todo esto! -comentó el capitán Hull, que se había
dado cuenta de todos los detalles de aquella corta escena.
El grumete no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Encontraba muy
extraño que un perro pudiese conocer las letras del alfabeto.
- ¡Si Dingo pudiese hablar -exclamó-, tal vez nos dijese por qué enseña los
dientes al cocinero y lo que significan estas dos letras!