EL CAPITÁN DICK
El capitán Hull y sus hombres habían desaparecido para siempre en aquella
terrible escena que acababa de desarrollarse a ojos de los pasajeros de la
Pilgrim, que nada pudieron hacer por salvar a los desdichados.
La señora Weldon cayó de rodillas y levantando los ojos al cielo, exclamó:
- ¡Oremos y pidamos también al cielo fuerza y valor para nosotros!
El barco, sin capitán ni tripulación que lo dirigiese, se encontraba a unos
cientos de millas de tierra en medio del océano Pacífico a merced de las olas y
del viento. Sólo podían esperar la ayuda del Todopoderoso, a cuya presencia
acababan de comparecer el capitán Hull y sus marineros.
No quedaba un solo marino a bordo de la goleta. Sólo Dick Sand, que no era
más que un grumete, que conocía a su manera la navegación y en quien ahora
se resumían las responsabilidades del capitán, del contramaestre y de la
marinería.
La presencia de una pasajera a bordo, con su hijo, nacía más dificultosa la
situación.
Cierto que había unos cuantos negros, que a su bondad unían el valor y un
afán de servicio, pero no tenían las más elementales nociones del oficio.
¿Qué resolución debería adoptar Dick?
Sabía muy bien que se encontraba fuera de ruta de los arcos mercantes y que
los balleneros navegaban por lugares muy alejados.
Estaba meditando profundamente, cuando Negoro avanzando hacia popa, se
dirigió directamente hacia él.
- ¿Qué desea? -le preguntó Dick.
- ¿Puede decirme quién manda ahora el barco? Sin vacilar, el grumete dijo:
-Yo.
Negoro se encogió de hombros.
- ¡Usted! ¡Un capitán de quince años!
-Eso es -afirmó el joven avanzando hacia el cocinero-, un capitán de quince
años.
El portugués retrocedió.
La señora Weldon, que se encontraba a pocos pasos, intervino:
-Ya no existe aquí más capitán que Dick -dijo-, y es conveniente que todos
sepan que sabrá hacerse obedecer. No lo olvide.
El cocinero, rezongando, se inclinó con cierta ironía y regresó a la cocina.
¡Ah! Si Dick Sand hubiese tenido cuatro o cinco años más. Habría sabido
servirse del sextante, habría leído en el cronómetro la hora del meridiano de
Greenwich y habría deducido la longitud por el ángulo horario. Pero ahora,
aunque era capaz de establecer el velamen según las circunstancias, no
poseía bastantes conocimientos para determinar mediante el cálculo el punto
donde se encontraba.
¡Con cuatro o cinco años más, el Sol se habría convertido en su consejero de
todos los días y la Luna y los planetas le indicarían el punto del océano en que
se encontraba el navío! Por las observaciones astronómicas habría podido
determinar con exactitud el camino a seguir. Ahora, sólo por el cálculo
midiendo la distancia recorrida con la guindola levantada a compás y corregida
con la deriva, debía comprobar únicamente cuál era su camino.
No obstante, no se desalentó.
La señora Weldon, intuyendo la fortaleza de espíritu del joven grumete, le dijo:
-Ya no están el capitán Hull ni su tripulación. La suerte de todos nosotros está
en tus manos, pero tú salvarás el navío y a cuantos vamos en él.
-Lo intentaré con la ayuda de Dios -respondió Dick Sand-. Haré de Tom y sus
compañeros unos marinos y maniobraremos juntos. Lucharemos y saldremos
de esta situación. Estoy seguro de ello.
- ¿Puedes saber cuál es la posición actual del barco? -inquirió la señora
Weldon.
-Es muy sencillo -respondió Dick-. Sólo he de consultar el mapa donde el
capitán Hull fijó ayer el punto. De este modo pondré al navío en buena
dirección, con la proa hacia el Este, poco más o menos en dirección al punto
del litoral americano.
-Muy bien, Dick. Llegaremos a Valparaíso o a cualquier punto del litoral. Lo
importante es llegar a alguna parte.
La primera providencia de Dick fue dirigirse a la habitación del capitán para ver
el mapa y marcar la posición actual de la Pilgrim. Inclinada sobre el mapa, la
señora Weldon contemplaba la silueta oscura que en el mapa figuraba la tierra,
a la derecha de aquel vasto océano. Era el litoral de América del Sur que, cual
inmenso dique, se levanta entre el Pacífico y el Atlántico, desde el cabo de
Hornos hasta las costas de Colombia.
Dick sabía que la tierra estaba muy lejos y que aquella distancia no podía
medirse sólo con unos cientos de millas. Pero no se desalentó. Se había
convertido en un hombre responsable de sus actos y había llegado el momento
de actuar sin desfallecimiento. La brisa, que soplaba del Noroeste, tenía que
ser aprovechada de inmediato.
Dick Sand llamó a los negros.
-El barco -dijo- no dispone de más tripulación que ustedes, y aunque no sean
marinos tienen buenos brazos que deseo pongan a su servicio. Yo no puedo
maniobrar sin su ayuda y nuestra salvación depende de ustedes.
-No nos faltará buena voluntad -aseguró Tom, en nombre de todos-. Mis
compañeros y yo seremos sus marineros. Haremos lo que nos mande.
-Gracias, amigos míos -exclamó Dick-. Les indicaré lo que cada uno habrá de
hacer. Yo me encargaré del timón hasta que el cansancio me obligue a
abandonarlo. Durante las pocas horas que descanse, usted, Tom, me sustituirá.
Ya le indicaré cómo se gobierna, con ayuda de la brújula.
-Estoy a sus órdenes -repitió el viejo negro.
