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A la mañana siguiente, unos leves movimientos en mis hombros me hicieron parpadear y despertar lentamente. Me sentía desorientada, sin reconocer al principio dónde estaba. Pero el dolor de espalda causado por dormir en un lugar incómodo me trajo rápidamente de vuelta a la realidad.
Miré a mi alrededor, algo entumecida, hasta que mi vista se enfocó en el chico a mi lado.
Hiori me observaba con una expresión de ligera preocupación, como si llevara un buen rato tratando de despertarme.
Pasé una mano por mis ojos, tratando de disipar el sueño, y con voz adormilada le pregunté:
—Hiori, ¿qué pasa?
—Bueno... ya llegamos al campamento. Tenemos que bajar... —dijo en tono apenado, como si le hubiera costado decidirse a despertarme.
Me giré hacia la ventana y confirmé que, efectivamente, habíamos llegado. Salí del autobús rápidamente, con Hiori esperándome detrás. Éramos los últimos en bajar, y la sensación de haber dormido todo el trayecto me dejaba todavía algo somnolienta. Sin embargo, la realidad me golpeó al pisar el exterior.
El aire fresco de la mañana y el paisaje natural ante nosotros confirmaban que estábamos en el lugar indicado.
Una vez en tierra, nos dirigimos hacia el maletero del autobús donde estaban nuestras cosas. Busqué mi maleta ansiosamente hasta que la identifiqué en la esquina donde la había dejado. Me apresuré para sacarla, pero en mi prisa me di un fuerte golpe contra el borde superior del maletero. Un gemido de dolor escapó de mis labios, y tuve que retroceder.
Qué vergüenza.
—Déjame ayudarte con eso —dijo una voz familiar. Me giré y vi al chico pelinegro que había estado sentado detrás de mí en el autobús. Sus ojos ligeramente rasgados y sus labios temblorosos delataban que intentaba no reírse; evidentemente, había presenciado mi accidente.
