CAPÍTULO 1

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¡Hola! Mi nombre es Héctor, aunque a mi madre le encante llamarme Hectito, algo que odio por cierto, siento como si volviera a usar overol y zapatillas son luces. Pero supongo que debo aguantarlo, de todos modos, ella me quiere mucho y aunque ya tenga 16 años, para ella sigo siendo —Algunas veces— su bebé. Su nombre es Diana y a sus 37 años tiene un hijo y está divorciada. Cualquiera creería que se trata de una mujer acabada, pero es porque no la conocen. Es realmente hermosa, y no lo digo porque sea su hijo. A su edad tiene un cuerpo escultural y bien cuidado, utiliza tacones y le encantan las minifaldas y la ropa suelta. De hecho, se ve mejor que muchas de mis compañeras de preparatoria ¿Será por eso que me volvió loco? La verdad a muchos les asombraría y hasta les indignaría la relación que tengo con mi madre. Somos, digamos, "muy unidos". Pero ya me estoy tardando en comenzar con mi relato ¿por dónde debería empezar? ¿Quizá por la vez que ella usó ese apretado traje de piel para mí? Ja, ja, ja. Basta de bromas, supongo que comenzaré por el inicio. Sí, el divorcio.

En realidad, no conozco la razón concreta por la que mis padres se separaron, quiero creer que es porque no se entendían y fue lo mejor para los dos. Al tener yo 16, me dejaron elegir con quién quería quedarme. Elegí a mi madre porque sentí que a ella le pegaría más fuerte la separación y necesitaría al menos un consuelo. No vayan a creer que, como otros adolescentes, soy un bribón desconsiderado e irrespetuoso. Por lo contrario, mi madre siempre estuvo contenta con mi comportamiento, tanto en la casa como en la escuela. Soy, por así decirlo, un buen hijo. Y tuve que ser el mejor hijo posible los meses que siguieron a la separación. Mi padre consiguió una oportunidad de trabajo en otra ciudad y se mudó apenas un mes después. No volví a verlo hasta mucho tiempo después. Mientras tanto mi madre continuó trabajando en la misma empresa, donde es secretaria. De ahí sacó su encanto y el cuidado por su apariencia.

Aunque continuaba trabajando con normalidad, en la casa realmente descuidó sus obligaciones. Vivimos en la avenida Rosal N°69, frente al supermecado Gran Canasta. Muchos días desayuné entre un montón de platos sin lavar, ropa sucia y hasta a veces me fui sin desayunar. Mi madre me miraba con sus ojos enrojecidos por llorar y me decía: Mañana limpiaré, Hectito, lo prometo. Yo le decía que la comprendía y me despedía con un beso en la mejilla. Al llegar a casa, debía hacer la tarea rápido y ponerme a limpiar. En una ocasión mi madre lloró tanto que no tuvo fuerza para levantarse de la cama. Se quedó tan ronca que tuvo que pedirme que llamara a su jefe para decirle que no podría ir a trabajar. En verdad me dolía mucho verla así. Empecé a odiar a mi padre por lo que le había hecho, y decidí convertirme en el hombre de la casa por ella. Me despertaba a las 5 para preparar el desayuno y al llegar de la escuela ponía la ropa a lavar y limpiaba toda la casa. Podaba el césped del patio y alimentaba a Ramsés, nuestro gato. Poco a poco la casa fue recuperando su antigua gloria. Ella me premiaba con besos en la mejilla y prometía traerme dulces del trabajo ¿Para qué? Ya era casi un adulto, a mi edad ya había probado alcohol. Pero seguía siendo virgen. Supongo que eso aún me mantenía como un niño.

—Eres mi príncipe, qué haría sin ti. —Me decía, mientras yo solo le sonreía con cariño.

Así estuvimos durante seis meses, ambos nos acostumbramos a la compañía del otro. Ella llegaba a eso de las 4 de la tarde. Trabajaba mucho, yo almorzaba con mis compañeros, y en la noche la esperaba con la cena lista. Disfrutaba mi comida, incluso decía que cocinaba mejor que ella. Yo no estaba de acuerdo. Luego, si no tenía mucha tarea, nos sentábamos en el sofá a ver una película hasta que uno de los dos se rindiera. Y así pudo seguir nuestra relación por muchos años, sino hubiese pasado…

Madre e hijoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora