♦ Primera parte ♦

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-La extraño...- susurró la niña de ocho años, presionando con debilidad la mano firme de su padre.

-También yo.- agregó la joven de dieciséis.

Rubén sonrió tenuemente, entendiendo a la perfección a sus hijas. Él se sentía de la misma manera. 

Suspirando, se inclinó y luego limpió con dulzura los párpados mojados de su hija mayor, la cual sólo le sonrió en respuesta. Después se agachó por completo para estar a la altura de la menor.

-No tienen que estar tristes.- habló mirándolas a ambas con serenidad.- Su madre ahora está descansando en paz. Ella nos cuida desde el infinito.- terminó de explicar con simpleza, peinando luego cariñosamente los cabellos rubios de la pequeña Elena.

-Pero yo quiero que esté aquí, la extraño mucho, papá.- se quejó ella, formando un mohín infantil.

-Lo sé, yo también la extraño, pero la muerte es parte de la vida. Es natural.- le explicó a la niña que le observaba ceñuda.- ¿Te imaginas que pasaría si todos viviésemos para siempre?- le preguntó entonces, sin dejar de sonreírle cálidamente. La pequeña negó con la cabeza, relajando su rostro y bajando la mirada.- No entraríamos todos en el mundo... porque aunque no lo creas, somos demasiados para vivir todos juntos en la tierra. Algunas personas deben irse para darle la oportunidad de vivir a otras.

La pequeña Elena pareció aceptar aquella explicación aunque no estuviese del todo satisfecha. Asintió aún con la mirada baja y luego soltó el aire que retenía, como dejando que una parte de la tristeza se fuera en aquel suspiro.

Rubén se enderezó lentamente, mirando luego una vez más con una sonrisa a la mayor de sus hijas. La joven llamada Eva le devolvió el gesto y después tomó la mano de Elena para comenzar a caminar con ella lentamente hasta al auto, pensando que tal vez su padre querría un tiempo a solas.

Rubén las observó irse por un momento, solo un momento. No tardó en volver su mirada a la tumba de su difunta esposa, esa que los había dejado hace ya tres años exactamente. Se agachó despacio, besando su propia mano y poniéndola luego suavemente sobre la placa de piedra brillante.

-Te quiero...- le susurró, y luego sonrió con sinceridad. Era la verdad. Sólo cariño. La había dejado de amar hace dos años antes de su muerte, pero siempre fingió que el amor por su esposa seguía intacto y fuerte sólo por el bienestar de sus hijas. Aún así, le tenía un cariño muy especial a la madre de sus niñas. Junto a su lado había sido que su vida cambió bellamente.

Suspiró y se puso de pie, comenzando a caminar hasta el coche en el que ya se encontrarían sus hijas.






El viaje de vuelta fue silencioso. Rubén conducía concentrado y mirando de vez en cuando por el espejo retrovisor a la pequeña Elena, la cual se había dormido apoyada contra la ventanilla del asiento trasero. Dirigió entonces su mirada al asiento del copiloto en donde se encontraba Eva, y al verla con la mirada perdida en la carretera, decidió tomar su mano fría para envolverla en la suya.

-¿Estás bien?- preguntó con la vista nuevamente al frente.

-Sí..., no te preocupes.- Eva pareció querer hablar de algo más, por lo que Rubén se quedó callado, aguardando.- Oye papá... tengo que... tengo que decirte algo.- musitó finalmente, sin dejar de observar la poca naturaleza que crecían a los costados de la calle.

-¿Qué cosa?- interrogó Rubén de manera curiosa. Sintió cómo su hija le apretaba la mano, por lo que entendió que era algo serio. Decidió estacionar a un costado el coche, y luego de poner el freno de mano se giró para ver a su ahora nerviosa hija, la cual obviamente no esperaba que su padre detuviera el auto sólo para escucharla.

Lo que Dejamos Atrás (Rubelangel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora