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Céline Giraud era hija de una pareja adinerada de una pequeña provincia de Francia. Eran bien conocidos por descender de un linaje que ya gozaba de buena reputación. Su padre, maese Mathis Giraud, había heredado una compañía productora de cigarrillos y, al ser un hombre inteligente y astuto, supo cómo mantenerla a flote pese a la guerra que había sido librada en años previos a la celebración de su matrimonio con Adelaide Moreau.

La madre de Céline había sido una de las jóvenes casaderas más aclamadas por la, entonces, pequeña población de Collioure. Su padre, maese Moreau había pertenecido a las altas sociedades de París, sin embargo la quiebra de su negocio lo obligó a mudarse a otro sitio en donde la competencia fuera menor pero los ingresos pudieran ser parecidos a los que tenía en su hogar parisino. Jamás imaginó que en Collioure recibieran tan bien a un banquero. En la comuna, y sin que la mala reputación de París lo siguiera, pudo hacerse de un nombre en menos de dos años.

Pasada una década y fallecida su esposa, decidió que debía buscar un marido para sus hijas, o al menos para una de ellas. Un matrimonio podía unificarlo a otra familia y así tener un soporte en esos tiempos difíciles que se acercaban a su costa. Los estragos de la guerra estaban por llegar. Encontró en los Giraud una excelente oportunidad: M. Giraud muerto, una viuda y un hijo exactamente de la misma edad que su preciosa Adelaide. Era perfecto, así se aliaba con una familia de renombre y echaba de una vez por todas a cada uno de los hombres que rondaban a su bella hija. Sin dudarlo, se acercó a Mme. Giraud, para tratar de convencerla de que ese matrimonio les convenía a los dos:

—El muchacho necesita que la sociedad lo vea como un hombre, ¿qué mejor que comenzar su propia familia?

Ni siquiera tuvo que insistir, tanto hijo como madre aceptaron de inmediato. Adelaide al principio objetó no conocer a su futuro marido, pero al final tuvo que obedecer a su padre, no tenían otra elección. Fue así como en 1918 se celebró el matrimonio en la casa de los Giraud, y un año después el nacimiento de la pequeña Céline los acompañó en el alegre furor de la firma del Tratado de Versalles.

Se trasladaron a las orillas de la comuna, lo más alejados que pudieron de la costa, pues Adelaide aseguraba que el mar le hacía mal. La realidad era que jamás se acostumbró del todo a vivir allí: extrañaba su casa y temía morir como lo hizo su madre, en ese lugar desconocido para ella, en donde todavía se sentía una extraña.

Céline creció como hija única y rodeada de todos los lujos que sus padres pudieron proveerle. Tanto ella como su madre disfrutaban de cuidar su jardín con esmero, así que pasaban gran parte de la tarde poniendo todo en orden, sin importarles que se les estropearan las ropas con la tierra. La relación que existía entre ellas dos pronto se volvió muy cercana, pues la niña adoraba la inmaculada imagen que tenía en su propia mente con respecto a Adelaide.

Cuando llegó a la edad adecuada, le fueron contratadas institutrices y tutores según la disciplina requerida. A los diez años, Mademoiselle Millet le enseñó a escribir y a leer como toda señorita de la alta sociedad debía saber. Por otro lado, Madame Homais la instruyó en piano, como si de la época victoriana se tratase; así como Maese Dubois la instruyó en lo que, consideraron, debía saber de la historia y la sociedad contemporánea.

A Céline le parecía absurdo que le mostraran tanto del mundo pero no le permitieran verlo. Por más lujos que tenía dentro de casa, los días pasaban muy lento. Las paredes blancas parecían asfixiarla; aún con todos sus arcos y todas sus cúpulas, creía que si permanecía un momento más allí encerrada, las estructuras caerían sobre ella y alguna de las ornamentaciones de relieve le atravesaría el pecho. La única oportunidad que tenía para entrar en contacto, y no sólo observar, el exterior era en los domingos de misa. Actividad que no resultaba muy placentera.

Céline: Historia de Hojas MuertasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora