EL OCASO DEL PARAÍSO

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Nací saboreando la lluvia, mi cuerpo estremeciéndose por dar las primeras bocanadas del aire viciado en este cruel mundo. Nací impregnada en la sangre caliente de mi madre, que ya no era más que un cuerpo sin vida, un cadáver sin nombre ni identidad, asolado por una muerte voluntaria pero dolorosa. Ella expiró su último aliento en el mismo instante en el que yo expiraba el primero.

Lo siento, mamá, siento haberte costado la vida.

Ahora tengo que malvivir en un mundo de mortales, un mundo de dolor, un mundo en el que nunca sale el sol, en el que la pobreza, la enfermedad, la muerte y el hambre son fantasmas que se adueñan de cualquier cuerpo vulnerable. La nodriza que me ayudó a nacer me dijo: tu madre estaba tan delgada por la hambruna, se la notaban tanto las costillas bajo su piel, que es como si tú y tu hermana hubierais nacido de una costilla suya.

—Las nacidas de la costilla.

Sobreviví, y no sobreviví sola, porque mi madre estaba embarazada de mellizas. Aquello en mi aldea solo podía ser una intervención divina, pero para mí fue una responsabilidad con la que tuve que resentirme, al menos hasta que acepté que lo que debía ser para ella, aunque nadie fuera a serlo para mí. Pero lo cierto es que me equivoqué.

Mi hermana y yo terminamos por ser un todo, terminamos por complementarnos como el sol complementa a la luna, como la luz a la oscuridad, como los elementos de la naturaleza, como las fases de los astros. Mi hermana y yo brillábamos con una sintonía vibrante e invisible, compartíamos sentimientos y emociones. Aun así, éramos tan diferentes en lo personal al mismo tiempo.

Incluso, un día que estábamos acurrucadas juntas, descubrimos que nuestros corazones estaban sincronizados, que nuestros latidos eran la melodía sublime que nos mantenía unidas, que el lazo de sangre era férreo cual acero indestructible.

Los aldeanos parecían advertir esta inusual conexión espiritual entre nosotras, pues nos observaban con un recelo esotérico. Me refiero, a que para muchos éramos símbolo de buena suerte, para otros una desgracia que caminaba errante por las calles cochambrosas. Nos ocultamos en una red de catacumbas abandonadas a las afueras del pueblo, y ese fue mi hogar.

Y pensar que yo ahora dormía bajo el dibujo de un cristo siriaco todas las noches, era como el guardián que velaba por mi sueño, bajo unas antiguas ruinas de catacumbas paleocristianas, aquellas en las que el clandestino cristianismo nació.

El mismo que me enfundó un sueño, que me abrió las puertas de las imágenes oníricas que resolverían el misterio de quién era yo.

—Eva, tienen que venir a por ti algún día, tienen que llevarte a donde perteneces de verdad.

—¿Y a donde pertenezco? —le respondía yo—tu conoces todos los secretos de los mortales, conoces de dónde venimos, tú eres el todopoderoso creador.

El cristo me respondía con una misteriosa sonrisa, y ahí me despertaba.

—Le distinguirás por su níveo corcel.

Nunca lo entendí, o no sé si hice un esfuerzo por entenderlo. Hasta que un día no hubo sueño

Me llamo Eva, Lilith es mi hermana melliza. Ambas tuvimos en sueño en el que un arcángel nos anunciaba nuestros nombres. Habríamos elegido también nuestro destino si los inmortales no hubieran decidido antes por nosotras.

—¡Eva, despierta!

El grito aterrado de Lilith me despertó. Un manto de llamas azules corroía la madera, Lilith agarró bruscamente mis manos. Nuestros pulmones atrapados en la cortina espesa y negruzca de humo, nuestros cuerpos sudorosos y temblorosos de pánico.

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