Vengo a matarle

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       —¿Disculpe? —repitió Simón.
       En el bar no se escuchaba ni un vaso ni un lamento. Nadie en las mesas. Nadie en la barra, excepto por el hombre que acababa de entrar, envuelto en un abrigo.
       —Dije que vengo a matarle. Pero antes de eso...quisiera un whisky. Doble.
       Al hombre sólo se le veían los ojos, enterrados en las tinieblas de su capucha.
       —¿Por qué?
       —¿Por qué vengo a matarle o por qué lo quiero doble?
       —Por qué viene a matarme.
       —No es nada personal. Considérelo un simple...trabajo. —El hombre golpeó dos veces la barra con su huesudo dedo.
       Simón obedeció. Le sirvió el trago con una mano. La otra ya había encontrado el arma que guardaba junto a la caja registradora, y la sostenía con firmeza.
       El hombre estuvo mirando el vaso con ganas por un rato antes de sambutírselo. Luego exclamó:
       —¡Cómo extrañaba esto! Sabe usted, en donde vivo no se consigue buen alcohol, así que siempre que vengo a hacer un trabajo por aquí aprovecho y me tomo algo. Esta vez dio la casualidad de que puedo hacerlo todo en el mismo lugar. Qué suerte ¿no lo cree? Otro, por favor.
       —¿Viene muy seguido? —preguntó Simón mientras llenaba el vaso.
       —Cada vez menos. En otras épocas me pasaba días, semanas sin volver a casa, sin ver a mis hijos ni a mi mujer. Ella se enojaba bastante. Pero ahora, después de esa maldita guerra, todo parece estar más tranquilo.
       El hombre agarró el vaso y volvió a admirar al whisky, brillando como un ámbar prehistórico. Simón sacó su revólver y se lo apretó contra la frente. Los ojos del tipo apenas se molestaron en mirarle.
       —¡A mí no me mata usted ni me mata nadie! —dijo Simón, y disparó.
       Sus tímpanos gritaron, el retroceso le pateó las clavículas, el humo azul envolvió el cañón de su pistola y flotó hacia el techo. No había sangre. No había sesos salpicando la madera y los cerámicos. Simón disparó, pero el hombre seguía sentado, congelado en el tiempo, saboreando las últimas gotas de whisky.
       Se puso de pie.
       —Quédese con el cambio —dijo estirando unos billetes sobre la barra—. Que tenga una buena noche.
       Antes de que el tipo llegase a la puerta, la bala rebotó en la otra punta de la habitación, y volvió, zumbando, hacia la cabeza de su dueño.

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