El insecto en el sol

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       El 15 de diciembre del año 2090, el destino de la humanidad fue firmado, metido en un sobre, y enviado a Dios.
       Cualquier persona que estuvo bajo el sol pudo sentirlo. Quienes tenían acceso a mascaras de soldar pudieron distinguir una silueta borrosa. De todos modos, al cabo de una semana, las imágenes satelitales en alta resolución le mostraron al sistema solar entero el monstruo que se había posado en su núcleo. Era una abeja, o al menos la abeja era la referencia terrenal más acertada. Lo cierto es que ninguna abeja conocida podía crecer hasta alcanzar el tamaño de Saturno, ni mantenerse viva en las infernales condiciones del espacio y del sol. Esta sí.
       Ya se había descubierto y asimilado la existencia de vida extraterrestre, primero en la atmósfera de Venus y luego en los lagos subterráneos de Marte. Pero aquellas bacterias, tímidos insectos y diminutos hongos, no tenían comparación con este coloso. La abeja del sol destruía cualquier lógica antes establecida por las ciencias. Ningún ser de ese tamaño debería poder moverse ni existir. Ningún ser debería poder habitar el espacio sin estallar por la presión. Nada debería poder soportar la radiación solar tan de cerca.
       Pero la prueba estaba ahí, a un simple vistazo al cielo.
       La sociedad no se creyó esto tan fácilmente. Las fotos, aunque reales, no tenían peso dado el escepticismo que las inteligencias artificiales habían implantado en los cerebros de toda una generación. Hubo quienes dijeron que era una simple movida de marketing. No faltaron tampoco los que creían que era una distracción de algún escándalo mayor, cómo la desaparición del hielo en la Antártida o las orgías con menores de edad que un circulo de billonarios había estado organizando en secreto. No creer era una opción, pero las consecuencias las sufrirían todos, y estas se estaban ajustando los botines a la vuelta de la esquina.
       El calentamiento global de diez grados extra bajó hasta los cinco, y luego desapareció. Los inviernos marcianos duraban más y pronto se tuvieron que refaccionar las colonias por las horribles condiciones meteorológicas. Los paneles solares entraron en huelga, provocando una baja de energía en todas las estaciones espaciales.
       Llegó el momento en el que era obvio que aquel insecto estaba devorando al sol o cuanto menos haciéndole algo. Era descabellado, imposible, pero las pruebas no se habían ido a ningún lado.
       Entonces la humanidad jugó su última carta.
       En lo que significó la mayor alianza en la historia, todas las potencias nucleares dejaron a un lado sus diferencias y se unieron, bajo el objetivo de destruir al monstruo.
       La tercera guerra mundial (que apenas duró dos días) bastó para acabar con las ganas de otro conflicto, pero no así con la necesidad de auto superarse. Las bombas habían alcanzado los cuatrocientos megatones. Una sola de estas, arrojada en los Estados Unidos, podía barrer a toda Norteamérica del mapa.
       Las lanzaron una tras otra. Existía el riesgo de que algo le pasara al sol y el riesgo de que se detonara accidentalmente en el trayecto. Pero viajar hasta el próximo sistema solar habitable sería imposible incluso dentro de cinco siglos más. Solo les quedaba arrodillarse y rezar para que nada malo pasara, y las oraciones funcionaron.
Nada malo pasó. Nada bueno tampoco. Veinticinco bombas fueron arrojadas, y el insecto ni siquiera se enteró de ello.
       La humanidad tuvo que aceptar su pena de muerte, sin más.
       Sus cura del cáncer, del sida, del alzheimer, de todo tipo de malformaciones genéticas; sus mundos virtuales, tan llenos de vida como jamás se habían soñado; sus lunas de miel en la luna; su conquista del planeta rojo; sus bombas de cuatrocientos megatones; su interminable y única gastronomía; sus películas, documentales, música, libros, series, cómics, mangas, obras de teatro, videojuegos, memes; todo aquello no tenía importancia para el universo, para Dios. Era otra civilización más. Otra cultura de tantas, cultivada con esmero durante siglos y milenios, que desaparecería. Nadie sabría de su existencia. Nadie podría volver a admirar la belleza del planeta tierra. Sus lagos y ríos, sus desiertos y campos, sus mares y océanos, sus sierras y montañas, sus ciudades y pueblos, su fauna y flora; todo sería olvidado.
Y lo único que se podía hacer era arrojar un disco duro al espacio, que terminaría destruido por un asteroide, devorado por un agujero negro, fundido por una estrella, olvidado en un planeta inhóspito. En el mejor de los casos, llegaría a las manos de seres que jamás podrían descifrar su contenido, o que simplemente no tendrían el interés en hacerlo.
       El sol continuó dilatándose. La humanidad pasó de Marte a la Tierra, de la Tierra a Venus, y de Venus a Mercurio, cómo aves migratorias en busca de un verano que se les escapaba de las manos. Mercurio fue, pues, su tumba. El sol dejó de auspiciar la vida. Neptuno quedó vagando a su suerte por el espacio, y lo siguieron Urano, Saturno, Júpiter, Marte, La Tierra, Venus y Mercurio, hasta que el sol apenas pudo hacer girar unas rocas y luego ni eso.
       El insecto, rebosante de energía, despegó entonces sus patas del sol, se escondió en una crisálida, y flotó por el cosmos durante eones hasta aterrizar en otra estrella madre.

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