Delante y detrás

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          Un macizo hombre corre por un desierto donde jamás amanece, una noche que apenas le permite ver las estrellas. Corre hace tantísimo tiempo que no recuerda quien es, ni de qué o hacia qué está corriendo. Sus piernas se mueven solas, manejadas por una inercia que no puede detener. Lo único que sabe, gracias a que el sentido del tacto aún no lo traiciona, es que tiene dos narices plantadas en el medio del rostro.
          Corre descalzo, y todo el tiempo está pisando insectos. Chillan horriblemente y desprenden líquidos que se le escurren entre los dedos. Pero a pesar del asco, de las picaduras, de los moretones que retumban como martillazos en sus pies, no para.
          En algún momento de aquella interminable maratón, escucha jadeos que no le pertenecen, escucha pisadas que se entrometen en el ritmo de las suyas. Está delante de él, tapado por la oscuridad, corriendo.
          Entonces apura el paso. Los tejidos de sus piernas van a deshilacharse. Respira con todas sus fuerzas, quemándose la garganta, pero sus pulmones no logran saciarse. Su corazón está pronto a atravesar el tórax de un puñetazo y huir saltando como una rana. Las cuatro ventanas de sus narices tienen tanta arena adentro que bien podrían ser ruinas olvidadas por la humanidad.
          Sin embargo, consigue alcanzar al hombre delante de él.
          Lo sujeta por la espalda con ambas manos. Los dos caen, caen y ruedan, enredados en un sinsentido de manotazos y patadas. El extraño se le quiere zafar, pero tienen la misma fuerza, así que le es imposible.
          Investiga con las manos el cuerpo del sujeto. Su piel gastada y polvorienta oculta  tras sí músculos de obsidiana. Tiene cicatrices profundas como las de un árbol. Su cuello es ancho, tan ancho que para ahorcarlo habría que pedir ayuda. Su aliento es el aliento de las momias.
          Finalmente, posa las manos en aquel afilado rostro. Lo que descubren sus dedos lo hace ponerse de pie y retroceder. El calor se le escapa del cuerpo en un instante. La sangre se le congestiona en las sienes. El sudor le cubre.
          Escucha al extraño ponerse de pie y salir corriendo, pero para cuando escucha las pisadas del hombre que se le acerca por la espalda ya es demasiado tarde. Unas enormes manos lo tiran al piso y comienzan a analizarlo en busca de respuestas. Comprende entonces que, para cuando lleguen a su rostro, deberá seguir corriendo.
          Correrá hasta olvidarse de a quién persigue y quien lo persigue a él.

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