Trigger warning: temas fuertes.
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.El día en el que los dioses descubrieron lo que estaba haciendo a tantas personas, decidieron castigarlo no solo quitándole el poder de enamorar a las personas sino con algo que lo marcó de por vida.
Si le preguntas te dirá que no lo recuerda; sin embargo, esa es la razón por la que cuida tanto sus alas.
Sucedió hace siglos, luego de que una de sus tantas "víctimas" cayera en su juego. Valentín comenzaba a aburrirse esta vez de una joven de la élite romana, sabía que la gente se daría cuenta de si algo le pasaba; pero su deseo egoista de sentir amor era más grande, no importaba cuántas vidas costara.
Las muertes se habían convertido en una ola de suicidios en el imperio de la cual nadie sabía por qué ocurría. Un extraño mal de amores, todos describiendo a alguien en específico. Se creo una leyenda alrededor de él, aunque después se fue disipando con el viento y se encargaron de borrarlo de cualquier escrito para no crear una mala fama entre los habitantes.
Aun así, Eros sabía perfectamente de quién se trataba. Valentín ya desde hace tiempo que se escapaba y nunca sabía a dónde, era demasiado escurridizo y el tiempo en el que desaparecía ni siquiera era consistente con sus excusas hasta que finalmente lo encontró.
En un lugar oculto entre los árboles se encontraban los dos "enamorados" quienes ahora peleaban entre sí. La mujer reclamaba el porqué de su indiferencia con respecto a sus sentimientos, pero él seguía justificándose con que no era su culpa, aún sabiendo que él mismo usó dichos poderes.
Eros miraba desde entre los arbustos, molesto por la actitúd de Valentín. Sus ojos no podían creer que aquél que llamaba su ayudante estaba tratando con tanto desdén a esa pobre mujer que ahora no hacía más que llorar a los pies de aquél querubín.
El dios irrumpió en aquella escena con aquella presencia imponente, libró a la joven de aquél hechizo y le ordenó que se fuera. Miedo, miedo era poco con aquello a lo que sentía en ese momento, estaba aterrado por haber sido descubierto llevando a cabo esos actos atroces y más cuándo fue señalado por su dedo, apuntando directamente a su pecho.
— ❝Te atreviste a desobedecerme no solo una vez❞ —Exclamó aquella deidad.— ❝La sangre de inocentes ahora manchan tus manos. Seré misericordioso y no te daré el exilio, en su lugar te daré un castigo que recordarás durante el resto de tus días. Además tus poderes serán anulados para evitar que causes más daño❞ — Hizo una pausa, señalando ahora hacia los cielos — ❝El día en el que te enamores, solo hasta ese día tendrás de vuelta tus poderes porque ahí entenderás el sufrimiento que causaste.❞
Finalizó con aquellas palabras, a la par que los cielos comenzaban a obscurecerse, demostrando la furia de los dioses Oh Eros, tú que aún no te habías enamorado, castigabas a quien sentía aquél vacío y envidia al igual que tú.
Valentín rogó piedad, se arrodilló ante él suplicando clemencia pero Eros no escuchó, y en su lugar, el pelirosado fue llevado inconsciente hacia un nido de estirges, las cuales se acercaron lentamente hacia él antes de comenzar a picotearlo.
Trató de huir apenas se despertó, pero correr no era una opción, era una celda específicamente hecha para él, todo cerrado, solo con apenas un halo de luz alumbrando aquél lugar. Las bestias no tardaron en empezar a picarlo y arañarlo, una batalla feroz por quién se quedaba con aquella presa.
Trató de cubrirse con sus alas a la par que las lágrimas bajaban lentamente por sus mejillas y caían mezclándose con las gotas de sangre que brotaban de las heridas de su abdómen, pero eso no fue suficiente para detener aquél castigo. Aquellos seres comenzaron a arañar sus alas, una a una, las plumas cayeron pintándose de un carmesí en el charco de sangre en el que ahora yacía sentado aquél hombre.
Intentó retarlos y alejarlos pero fue en vano, terminaron rasgándolo, dejando hechas jirones primero sus alas y luego sus extremidades hasta que finalmente... murió por primera vez debido a la gran pérdida de sangre.
Su primera muerte
Despertó un día después en el mismo lugar, sorprendido por aquél hallazgo. ¿Acaso esa sería su maldición por el resto de sus días? No. Apenas estaba comenzando.
Días. No. Meses en los que estuvo encerrado, y las criaturas parecían extasiadas con el sabor de su sangre, de desgarrar su piel, de lanzarlo contra las paredes y de regodearse en su cadáver teniendo un festín. Una y otra vez luchó y se defendió, pero no era suficiente para terminar aquél tormento que parecía no tener fin. Una y otra vez sus ojos se cerraban solo para abrirse al día siguiente con la luz del Sol que daba directamente hacia sus ojos, sin mencionar que su cuerpo se encontraba en perfecta salud y siempre en perfecto estado.
En sus últimos momentos siempre rogaba perdón con las pocas fuerzas que le quedaban, pero nadie lo escuchó.
Los dioses discutían sobre el castigo del ojiazul, de si era justo o no; pero entonces Júpiter hizo callar a todos, alzando su mano para así él poder hablar. ❝Una víctima por día. Esa es la penitencia❞. Dictó, y nadie se atrevió a decir nada más.
Ni siquiera se tiene un periodo exacto de cuánto tiempo estuvo ahí encerrado, lo que se sabe es que el día en el que terminó, las criaturas fueron liberadas y Valentín fue encontrado en el suelo, en perfecto estado físico una vez más. Su estado mental era otro asunto, estaba destrozado, temeroso de siquiera ser tocado. Solo fue escoltado, diciendo que todo había terminado.
Una vez afuera, se aseguraron de que no volviera a hacer lo mismo, de cometer el mismo error otra vez. Ahora estaba tan asustado que solo se escondía entre los edificios y la multitúd. Ya no escuchaba las bellas canciones que solía disfrutar o atendía a los bailes. Solo apoyaba a la gente desde el anonimato e incluso ensuciaba a propósito su cabello con tal de no ser reconocido (ya que era su característica más llamativa), nadie volvió a verlo otra vez y el mito pronto desapareció. Los dioses entonces finalmente estuvieron satisfechos.
Valentín se disculpó hasta el último día que vio a Eros, incluso cuándo los turcos tomaron lo que quedaba de la ya perdida Roma; pero él jamás aceptó sus disculpas, dejándolo a él con una culpa de por vida que aún carga a forma de temor hasta el día de hoy.