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Sí, ya no me tenía en su poder. Pero eso no significaba que no fuera a impedirme si decidía desvelar su secreto.

De las notas de Zelif.


Cather se erguía majestuosa sobre uno de los torreones del castillo. Observaba con ojos ávidos la ciudad de Nehit, que se extendía ante ella. La urbe bullía como un hormiguero agitado. Sus habitantes, formaban una maraña de colores desvaídos, se desplazaban por las calles. Desde esa elevada posición, las divisiones de la ciudad se hacían más evidentes: una brecha nítida dividía la gloria de la decadencia.

A un extremo, se alzaban majestuosos edificios que deslumbraban con matices de color, contrastando con el cielo gris que los rodeaba. Sus fachadas reflejaban la luz del sol, creando destellos irisados que hipnotizaban a Cather. En el otro extremo, separadas por una línea casi perfecta, se extendían las simples chabolas. Estas estaban envueltas en sombras y suciedad, sus tejados humeaban con un olor acre que llegaba hasta las narices de Cather, haciéndola fruncir el ceño.

—¿De verdad buscabas una manera de unir las religiones, Zelif? —espetó, con un deje de incredulidad y frustración.

Se pasó una mano por el cabello y soltó un bufido, molesta por su propia impotencia.

Permanecía allí, en silencio, sin rumiar pensamientos concretos. Las dudas asaltaban su mente una y otra vez, juzgándola implacablemente. ¿Podría hacer algo en medio de todo esto sin ser el detonante de la guerra que parecía inminente? No lo sabía. Sus ojos se desviaron hacia el libro que reposaba sobre las almenas, junto a documentos envejecidos. No lo había terminado aún, pero cada vez más se aferraba a las palabras que contenía, a la imagen de Zelif que surgía de sus páginas.

El odio que antiguo hierático describía, Cather también lo había sentido. Lo veía en la gente que llenaba las calles, como si sus mentes estuvieran atrapadas en un ciclo interminable de hostilidad hacia los heroístas. Todo empezaba a tener sentido. Quizás ella había sido ciega hasta ese momento. Lo peor era que, si abrazaba las palabras del libro y las ideas de Loxus, debía enfrentar una verdad incómoda: había fracasado.

Sin embargo, los documentos que Loxus mencionó estaban allí, observándola desde su posición. Los miró con precaución, sin atreverse a tocarlos. Confirmaban algunas de las cuestiones del libro. Eran una formalización de las incógnitas planteadas en el diario de Zelif, una extensión del tratado de paz, un plan audaz pero admirable.

Loxus y Zelif habían buscado unir ambas religiones, restaurar los días de antaño. Era un plan arriesgado, pero si funcionaba, habría garantizado la paz en Sprigont durante siglos. Cather estaba segura de su autenticidad, reconocía las firmas y los sellos de ambos hieráticos. Loxus había llevado consigo una copia y afirmaba que la otra se encontraba en la catedral de Cather. Aun así, ella se resistía a investigar. La realidad le resultaba abrumadora.

El sonido de pasos la sacó de su ensimismamiento. Se giró lentamente, su rostro reflejaba la serenidad bruta que había mantenido. Pero esta vez, le resultaba más difícil mantenerla. Estaba agotada, exhausta por las circunstancias que se le escapaban de las manos.

Voluth y Kazey regresaron acompañando a un joven que caminaba orgulloso. Rilox, un claro ejemplo de la aristocracia avanzaba con gracia por los escalones de piedra. El viento mecía sus rizos mientras sostenía una serie de papeles en el pecho.

—¿Cómo se ven las vistas desde aquí, lady Cather? —saludó el joven, ubicándose a su lado. Los escuderos de Cather aguardaron a una distancia respetuosa, lo suficientemente cerca para escuchar, pero lo bastante lejos para no incomodar al heredero.

El Lamento de los Héroes.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora