El club de la Luna Llena

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El Club de la Luna Llena era un antro. Un antro en una calle lateral no muy transitada y con apenas iluminación. La única señal de que allí había un local nocturno era un cartel de neón con luz blanca en el que ponía «Luna Llena» y una pequeña muchedumbre a los lados de las escaleras. Nayeon se quitó el abrigo de plumas rosa y lo dejó en el auto, dando un portazo antes de ajustarse el vestido sobre el abundante escote. Me miró a la espera de que yo le diera un último repaso de arriba abajo. Parecía un putón en busca de sexo en los baños, así que iba perfecta. Asentí con la cabeza y cruzamos la carretera malamente iluminada por dos tristes farolas antes de descender las escaleras hacia la puerta negra del club. Nadie nos cortó el paso, nadie nos pidió las entradas ni nuestra identificación; simplemente atravesamos un pasillo estrecho con posters de películas de terror antiguas sobre hombres lobo y llegamos a la parte que, suponía, era la pista de baile.

No era realmente una discoteca, ni un local especialmente amplio y limpio; se trataba más bien de una sala con una barra de bar, música muy alta, luces muy bajas y parpadeantes y, lo más perturbador, un fuerte y penetrante olor a sudor. Era tan denso que hasta costaba un poco respirar, junto con la música atronadora y los flashes, casi llegaba a resultar mareante y confuso. Nayeon alargó una mano de largas uñas y me agarró de la chaqueta militar para tirar de mí y no perderme entre la muchedumbre que abarrotaba el lugar. Nos dirigimos a la barra y nos hicimos un hueco.

—¿Dónde cojones están los lobos? —me gritó ella al oído, mirando alrededor y tratando de discernir entre las luces y sombras a alguno de ellos.

—Estarán todos en el baño dando polla —respondí mientras trataba de captar la atención de una de las camareras.

Eran mujeres sonrientes, escotadas y con coletas apretadas. Se movían rápidamente y servían mucho alcohol en las copas; lo que me encantó.

—Dos de vodka con hielo y Coca-cola —le pedí a una cuando se acercó lo suficiente—. Pagas tú —le recordé a Nayeon, que seguía buscando a los lobos por todas partes.

—Me he dejado el dinero en el auto —respondió—. Te lo devolveré a la salida.

Le dediqué una mirada seca y una mueca seria que ella ignoró por completo. Al final tuve que pagar yo las copas, veinte dólares que me dolieron en el alma y que tuve que rebuscar de los numerosos bolsillos de mi chaqueta. La camarera esperó un poco impaciente a que reuniera los últimos centavos y se lo dejara todo en la mesa; una montaña de billetes arrugados y monedas. Su sonrisa vaciló en sus labios pintados, pero no me pudo importar menos lo que pensara de aquello.

—Oye, ¿dónde están los lobos? —le preguntó Nayeon, cansada de buscarlos entre la gente.

—La manada suele estar en el piso de arriba —respondió la camarera en un volumen suficiente alto para hacerse oír mientras señalaba una parte del local con la cabeza—. Si no están ocupados, claro.

—Vamos al piso de arriba —me dijo Nayeon al oído.

Negué con la cabeza y cogí mi vaso largo antes de seguir a Nayeon de nuevo entre la muchedumbre que bailaba. Me acabé la mitad de la copa antes de alcanzar las escaleras, notando el líquido frío, burbujeante y dulce bajando por la garganta y manchando las comisuras de mis labios. La gente iba y venía de la parte alta, bajando y subiendo, llegando a empujarnos en ocasiones, recibiendo tan solo miradas secas como respuesta y más empujones de nuestra parte. La sala superior no era mejor que la sala inferior, solo había un poco menos de gente y sillones semicirculares alrededor de mesas con mucho alcohol. Olía más fuerte, eso sí, y la luz dejaba de ser tan molesta y se convertía en una iluminación suave y de un azul frío.

Nayeon se detuvo a un lado, cerca de la barandilla metálica y echó otro rápido vistazo.

—Ahí están —me dijo, señalando con la cabeza a los sillones.

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