EL CLUB DE LA LUNA LLENA: LA ÚLTIMA, ESTA VEZ DE VERDAD.

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No le dije nada a Nayeon, por supuesto. Volver a aquel club no fue una idea que hubiera estado sopesando con detenimiento, fue más bien una decisión repentina y brusca. Llevaba toda la semana oliendo a lobo, era una peste que no conseguía quitarme de encima. Me había duchado varias veces, con jabón y champú, de arriba abajo, lavé los pantalones vaqueros y la camiseta que había llevado; pero mi error fue dejar la cazadora militar a un lado. Mi casa empezó a oler un poco a lobo, me despertaba por la mañana y lo percibía flotando ligeramente en el aire, un olor que me perseguía y me ponía de muy mal humor, porque cada vez que me pillaba por sorpresa soltaba un leve gemido y me excitaba sin poder evitarlo. Recordaba al lobo encima de mí, gruñendo y follándome sin parar, aquel calor, la humedad, lo grande que era y cómo me cubría entre sus brazos. Cuando llegó el viernes, salí de casa con una expresión molesta en el rostro y un pitillo en los labios. Esta vez guardaría toda la ropa en una bolsa, la llevaría a la lavandería y le daría tres lavados antes de meterla de nuevo en casa; así no volver a pasarme aquello. Estaba enfadado conmigo mismo por ceder a volver a aquel antro en busca del gilipollas lobo, pero no había sido una buena semana con el señor Xing, mi jefe, y, sinceramente, un buen polvo me sentaría de lujo.

Subí al bus nocturno junto el resto de jóvenes y no tan jóvenes de las afueras que iban a salir por la ciudad, pero me detuve mucho antes de alcanzar el centro, media hora después de haber subido. Me ajusté mejor la gorra de béisbol para resguardarme de la lluvia y metí las manos en los bolsillos de la cazadora. Aquel no era un buen barrio, pero yo ya estaba demasiado acostumbrado. Me había pasado la vida en malos barrios, rodeado de mala gente, porque yo era mala gente.

Al cruzar la esquina de la calle secundaria donde estaba el club, me encontré con que, al parecer, debía ser un día especial, porque estaba lleno. Y quiero decir «LLENO» de gente. Había una cola enorme de personas bajo paraguas para entrar, iba desde las escaleras de bajada del local hasta casi el final de la calle. Caminé a paso rápido por la acera de enfrente, sin molestarme en esquivar los charcos que la inundaban y los regueros que salían disparados de las cañerías. Saqué un pitillo y lo encendí deprisa, dándole una rápida calada. Mi humor no hacía más que empeorar por momentos. No solo me había movido por media ciudad en una noche de mierda para comerle la polla a un puto lobo, sino que además ahora iba a tener que luchar contra cientos de personas solo para entrar. Y eso no iba a pasar.

Pasé la entrada de largo donde, por primera vez, había dos porteros pidiendo entradas y revisando las identificaciones. Fui directo al callejón y pensé en colarme por la puerta de emergencia, pero, por desgracia, allí también había otro portero bajo un paraguas. Solté una voluta de humo hacia arriba, sintiendo como algunas gotas de lluvia me mojaba, después escupí a un lado y me acerqué al hombre.

—Eh, tú. Avisa a Yoongi que estoy aquí —le ordené con tono calmado pero firme.

—A quien avisaré es a la policía como no te vayas por dónde has venido —respondió tras una mirada de arriba abajo.

—Muy bien —dije.

Entonces levanté una pierna y le di una patada en el pecho. Chocó contra la pared y perdió el aliento, un poco por la sorpresa y un poco por el golpe que acababa de darle. Le di una última calada al pitillo y tiré la colilla naranjada a un lado antes de entrar por la puerta de emergencia. El ruido, el olor y las luces me sumergieron al instante en aquel ambiente repleto de gente, incluso más de la normal. El piso de arriba estaba ahora cerrado al «público» y dos hombres de seguridad vigilaban las escaleras, dejando pasar solo a las personas que, quizá, hubieran pagado una entrada especial para estar cerca de la manada aquella noche. No tenía claro si eso era algo nuevo o un cambio de las normas del local, pero yo no iba a pagar una puta mierda, de eso podían estar seguros.

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