El club de la Luna Llena: por última vez

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Nayeon no bromeaba cuando dijo que iría desnuda. Ella nunca bromeaba sobre ir desnuda. Cuando me subí a su auto el viernes por la noche, se abrió la gabardina blanca que llevaba y me enseñó sus tetas al aire.

—Muy bonitas —la felicité mientras me sentaba.

—Si esta noche no consigo follar, no volvemos —sentenció—. No voy a darle otra oportunidad a ese cabrón arrogante.

—Es un lobo, Nayeonie —le recordé—. Todos son cabrones arrogantes con una polla que se hincha y se deshincha como un globo.

—Lo que se me va a hinchar a mí es el puto coño como no me folle. — Nayeon, pura elegancia en todas sus formas.

Sin embargo, no le faltaba razón. Yo también me había pasado toda la semana subiéndome por las paredes, sobreexcitado y nervioso. Por alguna razón, no podía dejar de pensar en aquel puñetero lobo, en su cuerpo, en su fuerte olor y, sobre todo, en el bulto de su chandal. Sentir ese tipo de deseo por alguien era algo nuevo para mí, y lo odiaba. Lo odiaba con toda mi alma. Me hacía sentir débil y estúpido, como un completo crío sin cerebro. Pero el jueves por la noche, después de masturbarme por cuarta vez en un día pensando en él, había tomado una decisión. Volvería a aquella mierda de local, encontraría a ese lobo, me lo follaría y después seguiría adelante con mi vida. Eso era lo que haría.

Llegamos en apenas diez minutos, recorriendo un trayecto que duraba veinte a una velocidad razonable y dentro de los límites establecidos. También si respetabas los semáforos y frenabas un poco en las curvas; todo lo que Nayeon no hacía. Salí del auto mientras se arreglaba y encendí un cigarro. Me sentía un poco nervioso y excitado, como si pudiera sentir cómo llegaba el momento en que haría mis sueños húmedos realidad. Lo llevaba sintiendo todo el día, trabajando en la tienda y mientras me duchaba y me vestía para la noche, ahorrándome una ropa interior que no iba a necesitar. Aquella noche yo tenía un hambre voraz y más le valía a ese jodido lobo estar a la altura de las muchas expectativas que tenía de él. Lo quería sucio, salvaje y primitivo.

Me fumé el cigarro rápido y seguí a Nayeon bajo una fina lluvia de primavera en dirección al local. La misma gente en la puerta, las mismas escaleras que descendían al mismo pasillo con posters de películas de terror y la misma puerta gruesa antes del mismo antro de mierda, ruidoso y maloliente. No quise mirar al piso superior como hizo Nayeon nada más entrar, antes de dirigirnos a la barra para pedir nuestras bebidas. Ella sacó otro billete de veinte y gritó a una de las camareras, pero en esta ocasión pidió todos los chupitos que tequila que pudiera pagar con el billete. Alcé un poco las cejas y la miré.

—Esta noche o ninguna —me dijo con sus ojos marrones muy fijos en mí.

—Esta noche o ninguna —asentí.

La camarera llegó con cuatro vasos de chupito y los llenó hasta el borde.

—¿Solo cuatro? ¡Estás de broma! —chilló Nayeon.

La camarera siguió sonriendo, cogió el billete y se alejó mientras Nayeon la insultaba a gritos. Yo fui a por uno de los chupitos y me lo metí de un trago en la boca. Estaba frío y era desagradable, pero bajó como una lengua de fuego por mi garganta. Sin pensarlo fui a por el siguiente.

—¡Qué puto asco! —gritó Nayeon tras beberse el suyo, poniendo un montón de expresiones como si estuviera a punto de vomitar. Lo que solía hacer siempre que pedía tequila—. Ahora el otro... ¡Ah, qué puto asco! —repitió tras bebérselo.

Le di un momento para recuperarse e hizo una señal para que fuéramos a la parte superior, donde estaba la manada. Allí había tanta gente como siempre y nos separamos en el mismo punto al lado de la barandilla, con una advertencia muy seria de Nayeon sobre estar atento al móvil y no «dejarla tirada». Aunque, en realidad, la única que me había dejado tirado a mí en el pasado, había sido ella. No lo dudé y salí en busca del lobo. Miré de un lado a otro, tratando de encontrar unos felinos ojos entre la muchedumbre y los sofás, su cuerpo fuerte y su pelo anaranjado. Pero no fui yo quien le encontró, sino él a mí.

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