Odiaba el inicio de semana.
Generalmente yo odio todo, pero los lunes estaban en el top. No conocía a nadie que no los odiara, porque ¿quién en su sano juicio amaría levantarse temprano para ir a trabajar? Nadie, sobretodo si tenías un trabajo en el que el jefe era todo un dolor en el trasero contigo.
—Tráeme un café, Mina.
Ni siquiera sabía mi nombre. Me llamaba de tantas maneras que era increíble que hubieran tantos nombres parecidos y ni siquiera hacía el intento por aprendérselo. Me levanté de mi asiento evitando no rodar los ojos y me dirigí hacia el área de descanso. No había pasado ni diez minutos desde que le llevé un café y ya me estaba pidiendo otro. Era mejor tener la cafetera o los sobrecitos en la oficina.
Deseaba ya jubilarme para no tener que aguantar al idiota de mi jefe, aquel señor cuarentón que me veía como su sirvienta y un objeto de desahogo. Lo odiaba tanto que era mejor que muriera de una vez por todas y tranquilamente podía ponerle veneno a su bebida, pero eso sería demasiado fácil.
Revolví el café con el agua y le puse un poco de azúcar, volviendo a la oficina y entregarle la bebida.
—Puedes retirarte— mencionó desinteresado.
Aguanté suspirar alto y salí de la habitación. Ni un miserable "gracias" me había dado, ¿acaso no tenía modales? Toda mi vida fue una basura y parecía que lo siguiera siendo. Salí de su oficina y me senté en mi escritorio, me puse a escribir un par de cosas en la computadora mientras aguantaba las ganas de decirle sus verdades al Señor Chávez. Y tampoco es como que él fuera el único que me trataba así, la mayoría de los empleados y compañeros me mandaban a hacer cosas cuando ellos tenían su propia secretaria o secretario. El único que me trataba bien y con respeto era el hijo del jefe, Sergio Chávez.
Él era menor que yo, por muchos años, pero me trataba como se debería. A pesar de tener veintiún años, se comportaba como un niño tierno y se divertía a su manera. Era lindo conmigo y yo era linda con él. A mí manera, claro.
—Tome, señorita Méndez.
Estaba tan sumergida en mis pensamientos que no noté que lo había invocado. Alcé la mirada y él tenía una linda sonrisa en el rostro que dejaban ver los adorables hoyuelos que tenía. Me puso algo en el escritorio y se sentó en frente mío.
Era un chocolate.
—¿Cómo ha estado, señorita Lili?— pregunta con ese lindo apodo que me había puesto.
Hacía ya mucho tiempo que nos conocíamos; cuando entré a trabajar, él venía todos los días para visitar a su padre y cuando éste terminara su trabajo, los dos se iban a casa juntos. Sergio en ese entonces tenía quince años, era un niñito muy inteligente y amable con todos, saludaba hasta los que hacían la limpieza. Gracias a Buda, él no era como el señor Chávez, él sí era buena persona.
Lo conocí cuando accidentalmente me topé con él en la salida del baño. Lo sé, mal lugar. Pero Sergio amablemente me pidió perdón y me preguntó mi nombre, preguntándome también cómo iba mi día justamente como lo estaba haciendo ahora mismo. Desde ese momento, empezó a acercarse más a mí, hasta el punto de que me regalara alguna golosina o me diera una nota de motivación, etc. Era muy lindo que hiciera eso. Casi no habían personas que actuaran así y respetaran de esa manera. Él se convirtió en ese hermano menor que no pude tener y me hacía feliz de esa manera a pesar de que no lo demostrara.
—He tenido días mejores.
Y a pesar de que pasaban los años, Sergio Chávez seguía siendo el mismo niño con una galaxia en los ojos que quería ser como su padre. El señor Chávez era la luz de sus ojos, lamentablemente. Había visto que mi jefe lo trataba con cariño y se ponía una máscara que para nosotros sus empleados no existía. Él nos torturaba con muchísimo trabajo y si nos equivocábamos nos regañaba horrible y nos ponía más trabajo. Ah, pero cuando estaba su hijo presente nos trataba con cariño.
Maldito señor cuarentón mamón.
—¿Mi papá le satura de trabajo?— preguntó apenado—. Le diré que no sea tan duro con usted, Lili.
Aww, ¿no les digo que es un amor?
—No, estoy bien. Descuida, Se— le sonreí sincera—. Además, no quisiera tener problemas con tu papá.
Ese maldito señor lo odiaba tanto y en el fondo quería que Sergio le dijera que no me pusiera tanto trabajo. Es más, creo que yo soy la que más hace en la empresa, porque los demás platican entre ellos y se la pasaban más en el área de descanso que en sus escritorios. ¿Y yo qué hago? Me quedo casi todo el día en mi escritorio y solamente me paro para sacar copias, ir al baño o hacerle su miserable café podrido al señor Chávez.
Lo que sufren los pobres.
—¿Cómo van los estudios, Se?
—Me van bien— me sonrió—. Saqué un más A en álgebra.
Todo mi día había sido muy feo, pero ver la emoción de Sergio contando una de sus calificaciones, me hacían contagiarme de su alegría. Él en verdad sabía cómo hacer feliz a la gente, a mí que todo me causa molestia y es muy difícil sacarme una sonrisa.
—Felicidades, Se— sonreí—. ¿Quieres celebrar?
Él negó con la cabeza.
—Mi papá dice que eso no se debe celebrar porque es nuestra obligación— explicó—. Es como si una ama de casa limpiara el refrigerador y la felicitaran por eso. No tiene sentido.
Sergio era muy inteligente, pero no sabía hasta qué punto y con esa simple explicación me di cuenta hasta dónde. Él sabía lo que era correcto y lo que no, era todo un niño de veintiún años muy listo.
—Bueno, al menos te invito a comer algo. Hoy me pagan.
—¿Podemos comer pollo frito, Lili?
—Lo que tú quieras, pequeño.
Solamente esperaba que no lo corrompieran y que lo trataran con dulzura. Sergio era un chico prodigio con buenos modales y aptitudes, ¿qué sería de mí si él cambia repentinamente?