Capítulo 11

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ADAM

¿Qué te está pasando, Luna? Me lo pregunto todo el tiempo. Y lo más importante, ¿qué me está pasando a mí?

Yo, quién podía llegar con cualquier chica y fluir como pez en el agua, identificar los elogios que le gustan, los tíos que busca, y los lugares donde disfrute de caricias.

Estaba tan perdido cuando de ella se trataba, porque era completamente inmune a mis intentos de coqueteo, y eso sí los cogía, porque la mayor parte del tiempo, no entendía de sarcasmos, doble sentido, e incluso de halagos. Me observaba como si hubiera perdido un tornillo y hablara puras incoherencias.

Nunca sabía qué decir, cómo avanzar, cómo calmar estas ansias que me ahogaban de acercarme más sin que huyera con el mismo pretexto de siempre. La chica era un jodido acertijo, uno que me había propuesto resolver y que, además, acababa de encontrar un hilo del que tirar.

Después de un mes de conversaciones sobre mí, los libros del librero, y las películas que veíamos, sentía que no avanzábamos. Y no me malinterpreten, me encantaba hablar con ella, aunque no ignoraba el hecho de que evitaba hablarme a los ojos, como si al observarlos, me permitiera ver un poco más de su interior y se negara rotundamente a ello.

Aquella noche, por fin, logré quitar la primera capa del caparazón tan grueso que lleva encima, y me dejó ver en su interior por unos escasos minutos. Y a pesar de que prácticamente tuve que tomarla a la fuerza para que me permitiera consolarla, sentía que habíamos avanzado una zancada gigante.

Había aprendido, que Luna no permite que los demás nos demos cuenta de que tan rota está por dentro, y que en el momento que sus pedazos amenacen con salir por sus lagrimales, intentará huir con toda la ferocidad que una bestia diminuta de un metro cincuenta y cinco puede desatar, como un gato herido y temeroso de que lo lastimen nuevamente, con las garras listas para desfigurarte el rostro.

Pero yo no lo hice por saber más de ella, de hecho, ignoraba la reacción que pudiera tener. En el momento que vi sus ojos llenarse de agua, bailar de un lado a otro nerviosa, acorralada por ella misma, y sus cejas fruncidas en una tensión palpable, el corazón se me estrujaba.

Verla tan vulnerable, a punto de desmoronarse y no saber a donde correr, aun teniendo una salida justo frente a sus ojos. Porque sabía que se rehusaba a reconocerme como una, y yo quería gritarle que lo hiciera.

Fueron mis brazos los que reaccionaron sin avisarme. Guiados completamente por la angustia de ver el par de lunas de su mirada tan fracturadas y a punto de desbordarse.

Mis brazos la rodearon y apretaron con la misma fuerza que sentía por darle calma, aun cuando ella pataleaba y me golpeaba, era incapaz de soltarla. Fueron minutos en los que me vi incapaz de reconocer mis propias extremidades, que mi cuerpo se rehusaba a desprenderse del hogar que acababa de encontrar y reconocer.

—¡Adam! —grita Reese.

Me veo en la necesidad de parpadear varias veces para restar el escozor de los ojos, y de pasar saliva con tremendo esfuerzo como si de arena se tratara. 

Los rostros confundidos de Reese y su mujer me observaban con preocupación, les sonrío tenso, intentando fingir que estoy aquí, presente junto a ellos y no en aquel abrazo que me ha dejado marcas en los brazos, y se me ha quedado clavado en el pecho desde hace varios días.

—No has escuchado nada, ¿verdad? Pedazo de zoquete.

—Reese... —riñó Monique.

—Que si quieres vino tinto o blanco, caradura.

Las fases de LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora