Un mal humor

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Con todo preparado y la ruta planeada partimos a primera hora de la mañana en el viejo auto de papá. Ese auto, lo tuvo desde que la idea de tener un hijo no fué más una idea, en ese entonces vendió su Chevrolet Caprice de 1967, herencia de su padre, y se compró un Renault 12 Berlina que hasta el día de hoy funciona, eso sí, nunca estuvo libre de fallos ocasionales.
     Mi papá como piloto, estaba emocionado por volver a Alemania después de tanto tiempo. Mi nueva mamá (como se autodenomina) de copiloto, y su hija y yo de pasajeros. Ni bien subí al auto, ya me carcomía la preocupación. ¿Qué pasará con ella?, ¿Debería dejarla sola?, Se ha comportado "extraña" desde que el tema de su familia cobró fuerzas.
     —Voy a estar fuera unas semanas, ¿Estarás bien? —le dije hace unas noches.
     —Ve, no soy una niña, yo me ocupo de mi misma. Como siempre lo he hecho.
     A pesar de haber dicho eso, no me quedaba tranquilo. La veía mal, no era la de siempre. Expectante, nerviosa, callada, ya no me hacía esas preguntas que tanto me gustaba responder.
     Ya en marcha, Laura (mi madrastra), encendió la radio del coche. La música sonaba y me perdía en mis pensamientos, el cielo levemente nublado, permitía que pequeños ases de luz pasaran por mi ventanilla y me cegaran por instantes. Nostalgia es lo que sentí, el viento fresco golpeando mi cara, quitando el calor que me daba el sol, así alternando entre estos dos. Tanta paz, solo luz, ¿Así será el paraíso?
     Abro los ojos, todo el cielo nublado, gris y llano, a punto de estallar, ya no era ese pseudo paraíso, sino una melancólica escena de tragedia. Busqué desesperadamente con mis ojos, el reloj del auto; las once y veinticuatro, me había dormido. Después de unos minutos de pensamiento la música paró, dieron el pronóstico del clima. (Para mi pesar) Una tormenta espantosa se cernía desde el este, y la atmósfera ya se sentía tensa, pesada, como preparándose. Volvió a mí, Emir, tengo que estar con ella.
     —¡Detén el auto! —grité sin pensar.
     Un chirrido agudo se dió antes de que el auto se detuviera por completo.
     —¿¡Que sucede!? —dijo mi padre.
     —Aquí bajo yo —respondí decidido.
     —¿Qué? ¡No! ¿¡Pero cómo!? —balbuceó Laura confundida.
     Entonces abrí la puerta y salí corriendo. Voltee a ver el vehículo, discutieron un momento, para luego avanzar como si nada.
     No era difícil llegar a casa, solo tenía que seguir recto todo el camino, eso sí, eran quinientos kilómetros a pie.
     «Estoy jodido». Los minutos pasaban al igual que los autos a mi izquierda, contados. Me dispuse a pedir aventón, traté con cada vehículo que pasaba (de mi lado, por supuesto), como si fueran los últimos autos del mundo, cosa que no parecía mentira, debido a la rareza de sus apariciones.
     Después de dos horas caminando me sentía agotado, paré un momento en un tronco al costado de la ruta. Me senté y observé, la niebla, el cielo, mis manos, mi situación.
     «Tengo que llegar rápido». Pienso, cuando de repente un auto se para frente a mí.
     —¿Disculpe, me podría llevar señor? —dije acercándome a la ventana.
     —¿Es que ya no reconoces a tu propia familia, muchacho?
     Era mi tío, de parte de mi padre. Subí a su camioneta.
     —¿Qué haces aquí, dime? —preguntó— En la soledad de la ruta.
     —Necesito volver a casa. Pero más importante, ¿Qué haces tú aquí?
     —Oh, tu padre me envió, dice que te pusiste como loco y saliste corriendo. Traje tus maletas, dijo que te encontraría por aquí. Dime... ¿Qué tienes que decir sobre eso?
     Me quedé pensando un momento, y dije después de un largo suspiro.
     —Supongo que una chica, sí, se podría decir así.
     —Ya veo, las cosas siempre son complicadas cuando se trata de mujeres —después de una pausa, agregó—. Mi papá fué un hombre muy machista y violento, yo me distancié pero tú padre se quedó con algo de eso. Hazte un favor y no escuches sus consejos sobre mujeres, son de lo peor.
     Eso dijo y siguió hablando solo y yo asintiendo mecánicamente a cada afirmación que hacía. Así hasta llegar a mi casa. Me bajé y le agradecí.
     —Gracias tío, esta te la debo —dije desde fuera de la ventanilla.
     —No te preocupes chico, y ya sabes lo que te dije.
     —Por supuesto —fuí al baúl y saqué mis dos maletas.
     Yo sinceramente no recordaba nada de lo que hablamos, sin contar eso que mencioné al principio, solo tenía a Emir en la cabeza.
     —Adiós —me despedí caminando hacia el porche con mis maletas.
     —Adiós muchacho —dijo sacando la mano por su ventana, para luego dar la vuelta y tocar la bocina.
     Apenas ví su auto desaparecer en el horizonte solté las maletas en frente de la entrada.
     Crucé corriendo el bosque, cuidando de no resbalar con el barro. El suelo, prácticamente inundado, estaba repleto de grandes charcos, los cuales tuve que sortear sin tiempo a reflexionar. Avanzado sin parar, pasé la zona de taigas, y en esta otra, más profunda y oscura, cubierta por una densa fronda de quién sabe que especie de árboles, tuve que ir más despacio, aquí hay más animales salvajes, siempre hay que ser precavido cuando quieres atravesar esta parte, la parte más hostil y alejada que yo me atrevo a pisar en este bosque.
     Ya frente a la caverna, imponente y oscura, la escuché llorar. Me paralizé, miré mis manos, arañadas con heridas ardientes, mi camisa rasgada y mojada, mi pantalón no en mejor estado, los zapatos de mi abuelo bañados en barro, me conformaban en ese estado de insensatez, poco más de cien kilómetros a pie, y otros tres corriendo, adolorido, con frío y cansado. Entré en la caverna, el suelo de piedra tenía una delgada capa de agua que sonaba con cada paso, igual de frío adentro que afuera, pero al menos no llegaba el viento que eso si era lo peor. Seguí los sollozos, subí por una especie de escalera natural, y allí estaba, en posición fetal, acongojada, tapándose fuertemente las orejas con las manos.
     —Emir —susurré llamándola.
     No me podía escuchar, claro ¿Cómo lo haría? Si su mente estaba centrada por completo en los truenos, en el sonido de la lluvia, en el viento intentando arrancar los árboles del suelo. Entonces me acerqué poco a poco en un intento de no asustarla, su llanto me rompía el corazón, no quería verla así, no a ella, ya no más. Ya con su hombro al alcance de mi mano, la toqué suavemente, estaba helada, su tez pálida se estremeció.
     —Calma, Emir, soy yo —dije tranquilizándola.
     Me miró con sus extraños ojos violetas.
     —¡Nicolás! —gritó, se paró rápido y aferrose a mi cuello.
     Estuvimos así quince minutos diría yo, con mi espalda apoyada en la pared de la cueva, ella encima mío, robando todo rastro de calor en mi cuerpo, apretando firmemente mi cuello y yo abrazándola. Hasta que el silencio, ese de grandes gotas deslizándose por largas estalactitas y cayendo en la laguna de la caverna, ese del viento silbando por los árboles, ese de la lluvia aminorando su cadencia, ese de su fresca respiración en mi oreja y su corazón en mi pecho, rompió pacífico.
     —¿Por qué volviste? ¿No tenías que irte de viaje con tu familia? —preguntó presionando más mi cuello.
     —Prefiero quedarme aquí, contigo —dije abrazándola más fuerte.
     —¿En esta húmeda, fría, y horrible cueva?
     —Si, en esta espaciosa, tibia, y acogedora cueva.
     Volvió el silencio, otros quince minutos después la lluvia se había calmado.
     —Oye —la llamé—, Emir —no obtuve respuesta.
     Moví mi mano de su camiseta mojada y acaricié su cabeza lentamente. "Qué sucede, ¿Estás bien? Tenemos que irnos, aprovechemos que la lluvia paró un poco". Le dije.
     —¿Ya nos vamos?
     —Debemos ir a mi casa, así te secas, y lavamos nuestras ropas.
     —Quiero que estemos así más tiempo.
     —Estaremos así en casa.
     Le costó mucho levantarse, sus piernas temblorosas daban la impresión de que en cualquier momento se iba a caer. Tomó mi mano y la ayudé a caminar, entonces la sujeté de la cintura con mi mano libre y caminamos juntos.
     En la pre-noche, apurada por las nubes que se formaban en una sola, llegamos a casa. Entramos sin cuidado de no ensuciar.
     —¿Que tal si te duchas primero? ¿Te parece?
     —¿Y tu... Te quedarás aquí?
     —Si, tranquila, yo me quedo aquí.
     Cuando me preguntó eso, sentí la primera muestra de inseguridad después de mucho. Sentí como si nuestra relación volviera a sus principios.
     Caminó despacio hasta el baño.
     —¿Puedo dejar la puerta abierta? —preguntó tímida antes de entrar.
     —¿Qué pasa Emir. Por qué te comportas así conmigo? —le respondí.
     —Me siento rara —dijo a secas.
     —¿Será que no confías en mí? —dije acercándome a ella.
     —No lo sé... Puede ser.
     —Y... ¿Puede ser que sea por haberme ido?
     —Puede ser —respondió.
     —Pero ya estoy aquí —acaricié su mejilla con el dorso de mi mano—, no me fuí, Emir.
     —Si... Ya estás aquí. Confío en tí —sujetó suavemente mi mano en su mejilla—. Quizás solo sea esta lluvia. No te preocupes.
     —Está bien, no me preocuparé. Ve a bañarte, el agua está caliente.
     Entró al baño y cerró la puerta. Algo raro le pasa a ella, pero no sé qué, eso es lo que me tiene como loco. Tal vez solo debo relajarme un poco.
     Me acuesto en la cama, tendida y llana. La luz naranja encima de una mesita me llenaba de calidez. Cierro los ojos y escucho el sonido de la lluvia en el tejado empezando otra vez.
     Despierto por el sonido de la puerta del baño abriéndose. Sale Emir después de una nube de vapor, revitalizada, con su piel un poco más morada, con más color, vestida con mis ropas; una remera gris que le quedaba un poco grande y un short negro que hace mucho no veía.
     —Me siento mejor —dijo con una sonrisa.
     —Te ves mejor, linda —le devolví la sonrisa.
     Con un leve rubor se termina de secar el pelo. Cuando la luz desaparece repentinamente.
     —¿Emir? —digo sin obtener respuesta.
     Distingo sus ojos morados entre la negrura de la habitación, y veo cómo cambian su color a un rojo intenso, más luminosos que antes. Me pongo un poco nervioso.
     —¿Emir, qué sucede? —digo levantándome de la cama.
     Camino a ella y sus pupilas no dejan de observarme.
     —Soy yo, Nicolás —busco una vela en el cajón de la mesita y la enciendo, la luz llena el cuarto.
     Sé que no debo molestarla cuando se pone así, pero esa fué una ocasión especial, por aquella tormenta, podía sentir su miedo en su respiración y en cómo veía todo con aquellos ojos.
     —¿Ya me ves? —me senté en la cama, en frente suyo— ¿Emir? —su respiración comenzó a relajarse.
     Acerqué mi mano a la suya, y con cuidado la tomé.
     —Emir.
     Cada vez que decía su nombre, se notaba cómo sus ojos volvían a la normalidad.
     —Emir —acaricié su mano.

El Vano De La ConversiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora