El incidente «InGen»
El final del siglo XX fue testigo de una «fiebre del oro» científica de asombrosas proporciones: la urgencia precipitada y frenética por comercializar ingeniería genética. Esta empresa avanzó con tanta rapidez, con tanto dinero, con tan pocos comentarios externos, que apenas sí se llegan a comprender sus dimensiones y consecuencias.La biotecnología promete la revolución más grande de la historia humana. Para fines de esta década habrá dejado muy atrás la energía atómica y los ordenadores en cuanto al efecto que habrá de ejercer sobre nuestra vida cotidiana. Como lo expresó un observador, «la biotecnología va a trasformar todos los aspectos de la vida humana: nuestros servicios médicos, nuestra alimentación, nuestra salud, nuestras diversiones, nuestro cuerpo mismo. Nada volverá a ser igual. Literalmente, va a cambiar la faz del planeta».
Pero la revolución biotecnológica difiere de las trasformaciones científicas anteriores en tres aspectos importantes:
Primero, está muy difundida. Norteamérica entró en la Era Atómica a través del trabajo de una sola institución investigadora, en Los Álamos. Entró en la Era de los Ordenadores a través de los esfuerzos de alrededor de una docena de compañías. Pero hoy las investigaciones biotecnológicas se llevan a cabo en más de dos mil laboratorios sólo en Norteamérica. Quinientas compañías de gran importancia gastan cinco mil millones anuales en esta tecnología.
Segundo, muchas de las investigaciones son irreflexivas o frívolas. Los esfuerzos por producir truchas más pálidas para que sean más visibles en el río, árboles cuadrados para que sea más fácil cortarlos en tablones y células aromáticas inyectables para que una persona tenga siempre el olor de su perfume favorito pueden parecer una broma, pero no lo son. En verdad, el hecho de que se pueda aplicar la biotecnología a las industrias tradicionalmente sujetas a los vaivenes de la moda, como las de los cosméticos y el tiempo libre, hace que crezca la preocupación por el uso caprichoso de esta poderosa
Tercero, no hay control sobre las investigaciones. Nadie las supervisa. No hay legislación federal que las regule. No hay una política estatal coherente ni en Norteamérica ni en parte alguna del mundo. Y, dado que los productos de la biotecnología van desde medicinas hasta nieve artificial, pasando por cultivos mejorados, resulta difícil instrumentar una política inteligente.
Pero más perturbador es el hecho de que no se encuentren voces de alerta entre los científicos mismos. Resulta notable que casi todos los que se dedican a la investigación genética también comercian con la biotecnología. No hay observadores imparciales. Todos tienen intereses en juego.
La comercialización de la biología molecular es el acontecimiento ético más pasmoso de la historia de la ciencia, y tuvo lugar con velocidad desconcertante. En el transcurso de los cuatrocientos años que han transcurrido desde Galileo, la ciencia siempre avanzó en forma de investigación libre y abierta del funcionamiento de la Naturaleza. Los científicos siempre pasaron por alto las fronteras de las naciones, manteniéndose por encima de las preocupaciones transitorias de la política e incluso de las guerras. Los científicos siempre se rebelaron contra la imposición del secreto sobre las investigaciones, y hasta fruncieron el ceño ante la idea de patentar sus descubrimientos, al considerarse a sí mismos trabajadores para el beneficio de toda la Humanidad. Y, durante muchas generaciones, los descubrimientos de los científicos gozaron, por cierto, de la cualidad de ser peculiarmente desinteresados.
Cuando, en 1953, dos jóvenes investigadores de Gran Bretaña, James Watson y Francis Crick, descifraron la estructura del ADN, se aclamó su trabajo como un triunfo del espíritu humano, de la búsqueda multisecular para entender el universo de manera científica. Se esperaba, confiadamente, que el descubrimiento de Watson y Crick se brindaría desinteresadamente para mayor beneficio de la Humanidad.
Sin embargo, eso no ocurrió. Treinta años más tarde, casi todos los colegas científicos de Watson y Crick estaban dedicados a otra clase completamente diferente de proyecto: las investigaciones sobre genética molecular se habían convertido en una vasta empresa comercial que entrañaba muchos miles de millones de dólares, y los orígenes de esta empresa se pueden localizar no en 1953, sino en abril de 1976.
Ésa fue la fecha en la que se celebró una, ahora famosa, reunión, en la que Robert Swanson, capitalista de empresas de riesgo, se acercó a Herbet Boyer, bioquímico de la Universidad de California. Los dos hombres acordaron fundar una compañía comercial para explotar las técnicas de fusión de genes desarrolladas por Boyer. La nueva compañía que constituyeron, «Genentech», pronto se convirtió en las más grande de las empresas pioneras de ingeniería genética, y la de mayor éxito.
De repente pareció como si todo el mundo quisiera volverse rico. Compañías nuevas se anunciaban con frecuencia casi semanal, y los científicos salían en tropel para explotar las investigaciones genéticas. Para 1986, por lo menos trescientos sesenta y dos científicos (incluidos sesenta y cuatro pertenecientes a la Academia Nacional de Ciencias) figuraban en las juntas de asesoramiento de las empresas dedicadas a la biotecnología. La cantidad de los que gozaban de participación en acciones, o que estaban a cargo de oficinas consultoras, era varias veces mayor.
Es necesario hacer hincapié en cuán importante era, realmente, este cambio de actitud: en el pasado los científicos dedicados a la investigación pura adoptaban un punto de vista esnob en cuanto a la aplicación comercial; consideraban la búsqueda de dinero carente de interés en el aspecto intelectual y sólo apta para tenderos. Y realizar investigaciones para la industria, aun en los prestigiosos laboratorios de la «Bell» o de «IBM», era nada más para aquellos científicos que no habían podido conseguir el nombramiento como profesores en una Universidad. De esta manera, la actitud de los científicos que hacían investigación pura era fundamentalmente crítica ante el trabajo de los colegas que hacían investigación aplicada, y ante la industria en general. Su prolongado antagonismo mantuvo a los científicos universitarios libres de lazos contaminantes con la industria y, cada vez que surgía el debate sobre cuestiones tecnológicas, se contaba con científicos imparciales que discutían los temas al más alto nivel.
Pero eso ya no es verdad. Hay muy pocos biólogos moleculares y muy pocas instituciones de investigación que estén exentos de vínculos comerciales. Los días de antaño acabaron. Las investigaciones genéticas prosiguen, y con un ritmo más furibundo que nunca. Pero en secreto, con prisa y para obtener lucro.
En este clima comercial, probablemente resulta inevitable que haya surgido una compañía tan ambiciosa como «International Genetic Technologies, Inc.», de Palo Alto. Asimismo, tampoco sorprende que la crisis genética que desencadenó no se haya denunciado. Después de todo, las investigaciones de la «InGen» se llevaron a cabo en secreto; el incidente real tuvo lugar en las regiones más remotas de América Central; menos de veinte personas estuvieron allí para atestiguarlo... y de ellas sobrevivió nada más un puñado.
Incluso al final, cuando «International Genetic Technologies» presentó solicitud de protección según el Capítulo 11 en el Tribunal Superior de San Francisco, el 5 de octubre de 1989, las actuaciones atrajeron poca atención de la Prensa. Parecía algo tan común: «InGen» era la tercera pequeña compañía norteamericana dedicada a la bioingeniería que fracasaba ese año, y la séptima desde 1986. Pocos documentos del juicio se dieron a la publicidad, ya que los acreedores eran consorcios inversores japoneses, como «Hamaguri» y «Densaka», compañías que, tradicionalmente, rehúyen la publicidad. Para evitar una innecesaria divulgación, Daniel Ross, de «Cowan, Swan and Ross», asesoría jurídica de «InGen», también representaba a los inversores japoneses. Y la petición bastante insólita del vicecónsul de Costa Rica se oyó a puerta cerrada. Por eso no puede sorprender que, en el espacio de un mes, los problemas de «InGen» se resolvieran callada y amistosamente.
Las partes que intervinieron en ese acuerdo, comprendida la distinguida junta científica de asesores, celebraron un convenio de no divulgación de los hechos, y ninguno va a hablar de lo que sucedió, pero muchas de las principales figuras del «incidente InGen» no eran signatarias del convenio y estaban dispuestas a discutir los notables sucesos que desembocaron en esos tres días de finales de agosto de 1989 en una isla remota situada frente a la costa oeste de Costa Rica.
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Jurassic Park
Science Fictionla novela de Jurassic Park escrita por Michael Crichton ESTA HISTORIA NO ES MIA MRD