El hombre con mala suerte

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El hombre abrió los ojos. Se encontraba en una cama con sábanas blancas, en una habitación blanca, con cortinas blancas, paredes blancas y hasta una mujer vestida de blanco. De su brazo salían múltiples tubos blancos conectados a unas diez máquinas blancas, todas de color blanco.

Aunque no tenía la menor idea de cómo había llegado hasta allí, sabía perfectamente dónde estaba, sin necesidad de preguntar. Estaba en el hospital, otra vez, de hecho, por centésima vez.

-¿Se encuentra usted bien? ¿Quiere algo? -preguntó la enfermera (la mujer vestida de blanco) al ver que el paciente abría los ojos.

-Quiero morirme -respondió bruscamente el hombre chino.

-Ya... claro... -contestó la enfermera, perpleja.

Acto seguido se acercó al enfermo y le metió una aguja en el brazo, inyectándole un líquido.

El hombre no tuvo tiempo de replicar nada, pues el potente sedante que le acababa de suministrar la enfermera se lo llevó en un abrir y cerrar de ojos al mundo de los sueños.

En las horas siguientes que estuvo sumido en un profundo sueño su mente recordó los sucesos ocurridos en los últimos dos años y el centenar de intentos fallidos de suicidio...

...dos años antes...

El hombre salió del edificio. Llovía a cántaros, y, como no, él no tenía paraguas. En pocas horas había perdido todo cuanto poseía en la vida. Por la mañana, se había levantado tarde y había llegado con retraso al trabajo, y como consecuencia se había ganado una extraordinaria bronca de su jefe, a quién había mandado al infierno, después de lo cuál había sido despedido; después había quedado con sus amigos para comer, y como estaba de mal humor, la había emprendido con ellos, y éstos últimos se habían enfadado con él.

La solución a todos sus problemas era siempre ir a jugar al póker al local de mala muerte que había cerca de su casa. Los cuatro gatos que frecuentaban aquel lugar lo llamaban ''el hombre de la suerte'', dado que siempre que apostaba, ganaba.

Contando con que hoy no era precisamente su día de suerte, la mala suerte no había hecho más que empezar. Abrumado por los mil pensamientos que cruzaban por su mente (sobre su trabajo perdido y la tremenda discusión con sus amigos), apostó sin control, y en menos de dos horas ya había perdido su casa, todo su dinero, y hasta contaba con una formidable deuda de mil doscientos euros. Para colmo, la mujer del propietario del local (una mujer del tamaño de un buey, con la fuerza de dos elefantes y un aliento capaz de aturdir a un caballo) amenazó con arrancarle los riñones si no pagaba la deuda en menos de una semana.

Nuestro hombre estaba perdido y aterrado ante las amenazas de aquella mujer, así que se le ocurrió ir a ver a su novia (su adorada, dulce y comprensiva Anabelle) para pedirle consejo y mil doscientos euros para saldar la deuda.

Llegó al edificio donde vivía Anabelle. Subió las escaleras y llamó a la puerta. Su novia le abrió y le invitó a entrar, sin tener la menor idea de que él estaba endeudado de pies a cabeza y que venía a pedirle dinero.

Como era de esperar, Anabelle puso el grito en el cielo al enterarse de que su novio venía a pedirle nada más y nada menos que mil doscientos euros, y lo echó a la calle, no sin antes haberle echado una espléndida regañina y después darle con la puerta en las narices.

El hombre salió del edificio. Como he dicho antes, llovía, llovía a cántaros.

Caminó sin rumbo fijo, y acabó en un puente que cruzaba un riachuelo. Fijó la mirada en las múltiples rocas que se veían bajo el agua cristalina. Ya no quería soportar nada más, ni a su jefe, ni a sus amigos que no mostraban ninguna comprensión hacia él, ni los gritos de su novia. Y tampoco quería que ninguna mujer maníaca le arrancase los riñones a no ser que le pagara el dinero en menos de una semana.

De repente, encontró una fácil solución a todos sus problemas: si nadie le encontraba, ni nadie podía llegar hasta él, no podían hacerle daño, no tenía que soportar nada. Y el único sitio donde nadie podía llegar hasta él era... ¡la muerte! Claro como el agua... agua... río... puente... ¡estaba en un puente! El hombre se preguntó cómo no se había dado cuenta antes; solamente tenía que asomarse hacia delante, un poco más... y...

La sirena de la ambulancia sonaba freneticamente, el transporte del hospital se abría paso entre los coches que circulaban por la carretera. Llevaban a un hombre chino que había intentado tirarse por un puente. Estaba muy grave, había pocas posibilidades de que sobreviviera.

El hombre despertó en una habitación del hospital, donde todo era blanco, incluso el camisón que llevaba.

Pasaron días, y el paciente se recuperó, hasta que un día salió del hospital. Pero por su mente sólo había habido un pensamiento en todos esos días: buscar una nueva forma de suicidarse.

Y durante los siguientes dos años fue lo que intentó hacer, pasando por las formas clásicas: estirarse o cortarse las venas, clavarse un puñal, intentando dejar de respirar, tirarse por un balcón a siete pisos de altura, ahorcarse, asfixiarse, dejar de comer o beber...; y probando algunas otras técnicas más extrañas: arrancarse la piel a tiras, clavarse agujas por todo el cuerpo, atravesar el cristal de una ventana para luego caer al vacío, derretir cera de vela sobre su piel y luego clavarse cuchillos, embadurnarse de líquidos inflamables y después prenderse fuego, alimentarse solamente con comida mohosa o en mal estado...

Pero nada de eso funcionaba, a pesar de los esfuerzos del hombre chino. Y allí se encontraba otra vez, tras dos años, en un hospital, durmiendo profundamente gracias a la medicina de la enfermera.

Pasaron unas semanas y nuestro hombre se recuperó. Asistió a múltiples terapias psicológicas que le ayudaban a superar sus traumas.

Cuando salió del hospital era un hombre diferente, que pensaba de una forma completamente distinta.

Ya no le interesaba el suicidio, ahora solo estaba dispuesto a comenzar una nueva vida.

Se dispuso a cruzar la carretera por el paso de peatones; iba pensando en el nuevo trabajo que iba a buscar. No reparó en la señal del semáforo: rojo para el peatón.

Cuando llegó la ambulancia ya era demasiado tarde; los médicos intentaron tomarle el pulso a la víctima, pero no lo encontraron. Taparon el cuerpo con una sábana blanca y se llevaron el cadáver.

Cuentos del crepúsculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora